El declive del imperio de EE.UU. y la lucha por el poder obrero
INTRODUCCIÓN
El siguiente documento fue adoptado por la VIII Conferencia Internacional de la LCI.
Desde cualquier punto de vista, los 30 años que siguieron al colapso de la Unión Soviética fueron años de relativa estabilidad en la escala de la historia mundial. El periodo tuvo sus crisis y conflictos sangrientos, pero fueron la excepción más que la norma y fueron leves en comparación con las convulsiones del siglo XX. Los conflictos armados fueron de menor intensidad, el nivel de vida de millones de personas mejoró y muchas partes del mundo vivieron una liberalización social. ¿Cómo fue esto posible tras la destrucción de la URSS, una derrota catastrófica para la clase obrera internacional?
La clase dominante imperialista y sus aduladores proclamaron que estos acontecimientos demostraban decisivamente la superioridad del capitalismo liberal estadounidense sobre el comunismo. ¿Cuál fue la respuesta de los que reivindicaban el manto marxista? El Partido Comunista de China (PCCh) se convirtió en el abanderado de la globalización económica, acogiéndose a la Organización Mundial del Comercio (OMC) y relegando el socialismo a fines puramente ceremoniales. Muchos estalinistas pro Moscú simplemente se desintegraron. En tanto, las agrupaciones trotskistas fueron detrás de los movimientos liberales contra la guerra, la austeridad y el racismo, incapaces de justificar la necesidad de un partido revolucionario. Aunque algunos “marxistas” siguieron predicando el socialismo para el futuro, ninguno construyó una oposición revolucionaria al triunfalismo liberal.
Hoy el viento ha abandonado las velas del liberalismo. La pandemia del Covid-19 y la guerra en Ucrania marcaron un punto de inflexión en la situación mundial. La crisis se está convirtiendo en la norma y la estabilidad en la excepción. Como la hegemonía de Estados Unidos está amenazada y todos los factores que favorecían la estabilidad se están revirtiendo, muy pocos tienen la ilusión de que el camino por venir vaya a ser tranquilo. Aunque el liberalismo todavía tiene sus defensores —particularmente en el movimiento obrero—, ya no están seguros de sí mismos ni a la ofensiva, sino histéricos y a la expectativa mientras sienten que el suelo se derrite bajo sus pies. El liberalismo se enfrenta ahora a verdaderos desafíos, desde el populismo de derecha e izquierda, el islamismo y el nacionalismo hindú, hasta el estalinismo chino. Los propios liberales se están desgarrando unos a otros respecto a los criterios de la corrección política y las políticas identitarias. Pero, mientras los nubarrones se ciernen y el imperialismo estadounidense y sus aliados tratan de recuperar la iniciativa, la vanguardia del proletariado continúa desorganizada y desorientada.
La lucha por liberar al movimiento obrero del oportunismo, iniciada por Lenin y continuada por Trotsky, debe retomarse una vez más, aplicada a las tareas y las dinámicas del mundo actual. La VIII Conferencia Internacional de la LCI y este documento buscan proporcionar una base para esta lucha mediante una crítica del periodo postsoviético de triunfalismo liberal y esbozar algunos elementos básicos de análisis y programa para la nueva era actual, caracterizada por el desquebrajamiento de la hegemonía estadounidense. Mientras la clase obrera del mundo se enfrenta al desastre y el conflicto, hoy más que nunca existe la necesidad urgente de un partido revolucionario internacional de vanguardia capaz de dirigir a la clase obrera hacia el poder.
I. Orígenes del mundo unipolar
Estados Unidos emergió de la Segunda Guerra Mundial como líder indiscutible del mundo capitalista. Su economía nacional representaba el 50 por ciento del PIB mundial, poseía el 80 por ciento de las reservas mundiales de divisas fuertes, tenía el ejército más poderoso y era el principal acreedor del mundo. Utilizó este dominio para remodelar el orden internacional. El sistema Bretton Woods estableció el dólar estadounidense como la moneda de reserva mundial y se crearon toda una serie de instituciones (ONU, FMI, Banco Mundial, OTAN) para consagrar el dominio estadounidense y sentar las bases de un orden mundial capitalista liberal.
A pesar del abrumador poder económico de Estados Unidos, la URSS representaba un importante contrapeso. El Ejército Rojo era una fuerza formidable y su control se extendía por toda Europa Oriental. A pesar de los intentos de Stalin por lograr un acuerdo duradero con el imperialismo estadounidense, ningún trato era posible. La existencia misma y la fuerza de la Unión Soviética representaban un desafío a la dominación del capitalismo estadounidense. En todo el mundo, las luchas anticoloniales estaban en pleno apogeo y las fuerzas antiimperialistas buscaban en la URSS apoyo político y militar. La victoriosa Revolución China de 1949 extendió aún más el peso del mundo no capitalista, creando histeria y pánico en EE.UU. El mundo estaba efectivamente dividido en dos esferas de influencia en competencia que representaban dos sistemas sociales rivales.
Mientras las demás potencias imperialistas se reconstruían y Estados Unidos se embarcaba en una aventura militar anticomunista tras otra, aparecieron los primeros signos claros de sobreextensión. La derrota de Estados Unidos en Vietnam fue un punto de inflexión que abrió un periodo de agitación económica y política dentro y fuera del país. A principios de la década de 1970 había razones de peso para creer que el llamado “siglo estadounidense” se enfrentaba a una pronta desaparición. Sin embargo, las aperturas revolucionarias de finales de los 60 y principios de los 70 —Francia (1968), Checoslovaquia (1968), Quebec (1972), Chile (1970-1973), Portugal (1974-1975), España (1975-1976)— acabaron todas en derrota. Al asegurar estas derrotas, la dirección oportunista de la clase obrera proporcionó al imperialismo el margen necesario para estabilizarse. A finales de los 70 y principios de los 80 éste volvió a la ofensiva, marcando el comienzo de la era neoliberal de privatizaciones y liberalización económica. En 1981, Reagan asestó una derrota decisiva a la clase obrera estadounidense al aplastar la huelga de controladores aéreos de PATCO. A ésta siguieron otras derrotas de la clase obrera internacional, en particular la de los mineros británicos en 1985. En este periodo se ejerció cada vez más presión sobre la URSS, la Guerra Fría alcanzó nuevas alturas y Estados Unidos explotó la escisión sino-soviética a través de su alianza antisoviética con China.
A finales de los 80, la URSS y el bloque del Este se encontraban en una profunda crisis económica y política. La retirada del Ejército Rojo de Afganistán y la victoria contrarrevolucionaria de Solidarność en Polonia desmoralizaron aún más a la burocracia gobernante en Moscú. Después de que Moscú vendiera la RDA (Alemania Oriental) y accediera a la reunificación alemana, no pasó mucho tiempo antes de que vendiera a la propia Unión Soviética. Las presiones del imperialismo mundial, combinadas con la desmoralización de la clase obrera tras décadas de traición estalinista, condujeron a la liquidación final de las conquistas de la Revolución de Octubre. Para 1991 el balance de fuerzas de clase al nivel internacional se había inclinado decisivamente del lado del imperialismo a expensas de la clase obrera y los oprimidos del mundo.
II. Carácter reaccionario del periodo postsoviético
Ultraimperialismo made in the USA
Con el colapso de la URSS, el orden mundial ya no se definía por el conflicto de dos sistemas sociales, sino por la hegemonía de Estados Unidos. No existía ningún país o grupo de países que pudiera rivalizar con EE.UU. Su PIB era casi el doble que el de Japón, su rival más cercano. Controlaba el flujo de capital mundial. Militarmente, ninguna potencia podía siquiera acercársele. El modelo estadounidense de democracia liberal fue proclamado el pináculo del progreso al que se esperaba que convergieran todos los países.
En muchos aspectos, el orden que surgió se asemejaba al “ultraimperialismo”, un sistema en el que las grandes potencias acuerdan saquear conjuntamente el mundo. Esto no se produjo por la evolución pacífica del capital financiero, como proyectó Karl Kautsky, sino por la supremacía de una única potencia construida sobre las cenizas de los imperialismos europeos y japonés tras la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos reconstruyó estos imperios a partir de sus restos y los unificó en una alianza anticomunista durante la Guerra Fría. Cuando ésta terminó, este frente unido imperialista no se fracturó, sino que se reforzó en muchos aspectos. Por ejemplo, la reunificación alemana no condujo a un recrudecimiento de las tensiones en Europa, como muchos temían, sino que se hizo con la bendición de Estados Unidos y la OTAN.
La excepcional estabilidad del periodo postsoviético puede explicarse por las abrumadoras ventajas de Estados Unidos sobre sus rivales, combinadas con la apertura al capital financiero de grandes franjas de mercados hasta entonces no explotadas. En 1989, un tercio de la población mundial vivía en países no capitalistas. La oleada contrarrevolucionaria que comenzó ese año condujo a la destrucción completa de muchos de los estados obreros del mundo, o —como en el caso de China— a la apertura al capital imperialista mientras se mantenían las bases de una economía colectivizada. Estos acontecimientos dieron un nuevo impulso al imperialismo. En lugar de enfrentarse entre sí por su parte del mercado, Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos trabajaron juntos para llevar a Europa Oriental al redil político y económico de Occidente. La Unión Europea (UE) y la OTAN se extendieron conjuntamente hasta las mismas fronteras de Rusia. En Asia se dio una situación análoga: EE.UU. y Japón trabajaron juntos para fomentar y explotar la liberalización económica en China y el resto de Asia Oriental y Sudoriental.
El frente unido de las grandes potencias no dio al resto del mundo más alternativa que acatar los dictados políticos y económicos de Estados Unidos. En un país tras otro, el FMI y el Banco Mundial reescribieron las reglas de acuerdo con los intereses del capital financiero estadounidense. Este “neoliberalismo” ya estaba en marcha en los años 80, pero la destrucción de la Unión Soviética le dio un impulso renovado. Los pocos países que se negaron a seguir o que fueron bloqueados del camino trazado por Estados Unidos (Irán, Venezuela, Corea del Norte, Cuba, Irak, Afganistán) no supusieron ninguna amenaza significativa para el orden mundial.
Este favorable equilibrio de poder no sólo creó lucrativas oportunidades de inversión para los imperialistas, sino que también redujo los riesgos asociados al comercio exterior. Los capitalistas podían invertir y comerciar en el extranjero sabiendo que el dominio político y militar de Estados Unidos los aseguraba en contra de un conflicto importante o un gobierno demasiado hostil. Estos factores condujeron a un crecimiento significativo del comercio internacional, la deslocalización masiva de la producción y una explosión de la circulación internacional de capitales, es decir, a la globalización.
Una respuesta marxista a la globalización
Los defensores del imperialismo liberal atribuyen a la globalización un importante aumento del nivel de vida en muchas partes del mundo y, en general, un descenso en los precios de los bienes de consumo. Es innegable que la extensión de la división mundial del trabajo en los últimos 30 años ha conducido a un desarrollo de las fuerzas productivas a escala internacional. Por ejemplo, el consumo de energía per cápita se ha más que duplicado en los países de ingresos bajos y medios, la tasa de alfabetización mundial ha aumentado a casi 90 por ciento, la producción de automóviles ha aumentado a más del doble y también lo hizo la producción de acero. A primera vista, estos acontecimientos progresistas parecen entrar en conflicto con la teoría marxista del imperialismo, que sostiene que el capitalismo ha llegado a su fase final, en la que la dominación del capital monopolista conduce al parasitismo y a la decadencia a largo plazo. Sin embargo, lejos de estar en contradicción con el curso de los acontecimientos, sólo el análisis marxista puede explicarlos plenamente y, de paso, mostrar cómo el orden mundial liberal no conduce a un progreso social y económico gradual, sino a la calamidad social.
Para empezar, no hay necesidad en absoluto de atribuir un papel progresista al capital financiero para explicar un crecimiento sostenido de las fuerzas productivas. Las condiciones posteriores al colapso de la Unión Soviética —reducción de la amenaza militar, debilitamiento del movimiento obrero, reducción del riesgo para la inversión extranjera, liberalización generalizada— permitieron al imperialismo superar durante un tiempo su tendencia a la decadencia. De hecho, el propio Trotsky proyectó esta posibilidad:
Esto es precisamente lo que ocurrió. Tras un dramático cambio en la correlación de fuerzas de clase a expensas del proletariado, el capitalismo obtuvo una prórroga. Pero sólo podía tratarse de un respiro temporal respecto a la tendencia general del imperialismo hacia la decadencia, la cual está volviendo ahora a la norma.
En segundo lugar, para los defensores del capitalismo la superioridad del libre mercado sobre las economías planificadas se demuestra al comparar los niveles de vida de los estados obreros deformados de Europa Oriental con los de hoy en día (Polonia es el ejemplo estándar). De hecho, esta afirmación se puede refutar incluso dejando de lado que, según ciertas mediciones, sus condiciones de hecho han empeorado: desigualdad, condición de la mujer, emigración masiva, etc. Los marxistas ortodoxos —es decir, los trotskistas— siempre argumentaron que las economías planificadas de estados obreros aislados, a pesar de sus enormes ventajas, no podían prevalecer sobre las de las potencias capitalistas avanzadas debido a la mayor productividad de estas últimas y la división internacional del trabajo. Los estalinistas afirmaban que la Unión Soviética por sí sola (y más tarde con sus aliados) podría superar a los países capitalistas avanzados mediante la “coexistencia pacífica” con el imperialismo. Pero es precisamente la imposibilidad de la coexistencia pacífica lo que descarta esto.
Las potencias imperialistas mantuvieron siempre una presión económica y militar extrema sobre la URSS y otros países del Pacto de Varsovia. Su desempeño económico se vio obstaculizado por estos ataques, a los que se añadió la mala gestión burocrática que necesariamente conlleva intentar “construir el socialismo” en condiciones de aislamiento y pobreza. El crecimiento económico sostenido de la Polonia capitalista se debe a su plena integración al comercio mundial, una posibilidad vedada a la devastada economía de posguerra de la República Popular de Polonia. No se puede comparar de manera justa el nivel de vida de un castillo sitiado con el de otro que no lo está. La superioridad de las economías planificadas es totalmente obvia cuando se observan los increíbles progresos logrados a pesar del entorno internacional hostil en el que se encontraban. Esto es cierto tanto para Polonia como para la Unión Soviética, Cuba, China y Vietnam.
En tercer lugar, los defensores del orden mundial liberal argumentan que, dado que la intensidad y el número de guerras han disminuido desde la Segunda Guerra Mundial y todavía más desde el colapso de la Unión Soviética, esto demuestra que el liberalismo y la globalización conducen gradualmente a la paz. Aunque pueden discutirse algunos aspectos factuales de esta afirmación, es innegable que ningún conflicto en los últimos 75 años se acerca a la matanza industrial que tuvo lugar en las dos guerras mundiales. Al día de hoy, “mantener la paz en Europa” sigue siendo el principal argumento utilizado para defender a la UE. La verdad es que la ausencia de una nueva guerra mundial es sólo producto del dominio de Estados Unidos sobre sus rivales, una correlación de fuerzas necesariamente temporal. Como explicó Lenin:
Aceptar que el periodo postsoviético ha sido de relativa paz no borra en absoluto el hecho de que ha habido numerosas guerras bastante brutales. El ejército estadounidense ha participado, de manera casi continua, en guerras de baja intensidad para afirmar su poderío militar y asegurar su derecho a subyugar “pacíficamente” a incontables millones de personas mediante la expansión del capital financiero. Lejos de conducir a la paz mundial, esta dinámica sólo prepara nuevas guerras de inimaginable brutalidad para redividir el mundo una vez más.
En cuarto lugar, el crecimiento de las fuerzas productivas no se ha producido gracias a un mítico libre comercio, sino bajo el yugo y de acuerdo con los intereses del capital monopolista controlado por unas cuantas grandes potencias. Esto ha significado que cualquier progreso a corto o mediano plazo producido en ciertas regiones del mundo ha venido acompañado de una mayor dependencia de los caprichos financieros de las potencias imperialistas, centralmente EE.UU. Por ejemplo, uno puede mirar varios indicadores socioeconómicos y observar una mejora en los niveles de vida en México desde los años 90. Pero esto ha sido al precio de una subordinación económica mucho más profunda a Estados Unidos y la devastación de ciertas capas de la población, en particular el campesinado. Esta situación significa que en tiempos de crecimiento los imperialistas obtienen enormes beneficios de sus colonias, y cuando llega la crisis pueden exigirles concesiones políticas y económicas exorbitantes, profundizando aún más su opresión nacional. Todo esto demuestra que el crecimiento económico a corto plazo no vale el precio de la esclavitud al imperialismo.
Por último, y lo que es más importante, el colapso de la Unión Soviética no anunció una fase superior del progreso humano, sino el triunfo del imperialismo estadounidense, que no es otra cosa que la dominación de los rentistas financieros de EE.UU. sobre el mundo. Es el propio dominio de esta clase el que limita el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas y conduce a la decadencia social. Esto es cierto ante todo en EE.UU. mismo. En El imperialismo Lenin explicó:
Esto describe perfectamente el carácter de la economía estadounidense. El crecimiento sin precedentes de sus intereses financieros internacionales ha vaciado la fuente misma del poder mundial de Estados Unidos, su antaño poderosa base industrial. Deslocalización, falta crónica de inversión en infraestructura, precios astronómicos de la vivienda, una industria de la salud chupasangre, educación onerosa y de baja calidad: todo ello es producto del carácter cada vez más parasitario del capitalismo estadounidense. Incluso el poderío militar estadounidense es socavado por el ahuecamiento de la industria.
La clase dominante estadounidense ha buscado compensar el declive económico del país mediante la especulación salvaje, el crédito barato y la impresión de dinero. Como observó Trotsky: “Mientras más se empobrece la sociedad, más rica parece, mirándose en el espejo de este capital ficticio” (“La crisis económica mundial y las nuevas tareas de la Internacional Comunista”, junio de 1921). Esto anuncia el desastre económico. Todo el tejido social del país se pudre y cada vez más capas de la clase obrera y los oprimidos son arrojadas a la miseria.
Esta decadencia interna va acompañada de un peso económico decreciente en el mundo. Si en 1970 representaba el 36 por ciento del PIB mundial, ahora la economía estadounidense representa menos del 24 por ciento. Esta tendencia ha sido seguida por todos los países imperialistas. Mientras que en 1970 las cinco principales potencias (EE.UU., Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña) representaban juntas el 60 por ciento del PIB mundial, hoy la cifra es del 40 por ciento. Por un lado, el fenomenal aumento de la exportación internacional de capital ha producido decadencia; por otro, ha integrado aún más a muchos países en las relaciones capitalistas modernas, creando un proletariado gigantesco en Asia Oriental y otras partes del mundo.
Son los llamados países de ingreso medio, y China en particular, los que han visto aumentar su peso en la economía mundial. Sin embargo, a pesar de este progreso económico, estos países siguen subordinados al capital financiero internacional. En lo que respecta al poder financiero, EE.UU. continúa sin desafío: el dólar sigue reinando, Estados Unidos controla las principales instituciones internacionales y catorce de las 20 principales empresas de gestión de activos son estadounidenses, las cuales controlan un capital combinado de 45 billones de dólares, el equivalente a cerca de la mitad del PIB mundial. (Las otras seis empresas importantes de gestión de activos son suizas, francesas, alemanas o británicas. De las 60 principales, ninguna es de China, Corea del Sur o de cualquiera de los otros denominados “países recientemente industrializados”.) Esta creciente contradicción entre la posición hegemónica que aún mantiene Estados Unidos y su reducido poder económico real no es sostenible y es la causa fundamental de la creciente inestabilidad económica y política en el mundo.
El crecimiento del comercio mundial, la industrialización de los países neocoloniales, el desarrollo de China: todos estos factores están socavando la hegemonía estadounidense. Para mantener su posición, Estados Unidos debe revertir la dinámica actual. Esto significa desgarrar las bases de la globalización enfrentándose a China, presionando a las neocolonias, elevando las barreras arancelarias y reduciendo las migajas que da a sus aliados. Fundamentalmente, el argumento más definitivo contra la globalización es que el desarrollo de las fuerzas productivas va en contra de los intereses de la propia clase sobre la que descansa la globalización, la burguesía imperialista estadounidense. Esto por sí solo demuestra que tratar de mantener o “arreglar” el orden mundial liberal no es más que una fantasía reaccionaria.
Esto no quiere decir que, al igual que en 1989, no sea posible que Estados Unidos logre apuntalar su posición. Pero eso sólo podría lograrse a costa de derrotas catastróficas para la clase obrera internacional y no haría nada para detener la inexorable decadencia del imperialismo. La única fuerza que puede poner fin a la tiranía imperialista y dar paso a una etapa verdaderamente superior de desarrollo es la clase obrera. De hecho, la globalización ha reforzado el potencial revolucionario del proletariado haciéndolo hoy más poderoso, más internacional y más oprimido nacionalmente que nunca. Pero hasta ahora esto no se ha traducido en una mayor fuerza política. En este sentido, el periodo postsoviético ha hecho retroceder mucho al movimiento obrero.
III. El liberalismo y
el mundo postsoviético
Triunfalismo liberal
El colapso de la Unión Soviética no sólo provocó importantes cambios en el balance económico, político y militar de las fuerzas internacionales, sino también importantes cambios ideológicos. Durante la Guerra Fría, las clases dirigentes de Occidente se presentaron como las defensoras de la democracia y los derechos individuales frente a la tiranía del “comunismo totalitario”. En el fondo, se trataba de una justificación ideológica de la hostilidad hacia los estados obreros deformados y las luchas anticoloniales. Al derrumbarse el bloque soviético, el comunismo fue proclamado muerto y el triunfalismo liberal se convirtió en la ideología dominante, lo que reflejó el cambio en las prioridades de los imperialistas, que pasaron de enfrentarse al “comunismo” a penetrar en los mercados recién abiertos en Europa Oriental y Asia.
El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama, epitomiza la arrogancia y el triunfalismo del periodo postsoviético temprano. El capitalismo liberal se proclamaba el pináculo de la civilización humana destinado a extenderse por todo el mundo. Por supuesto, bajo esta visión fantástica subyacía la extensión real del capital imperialista por todo el mundo. El triunfalismo liberal era la justificación ideológica de este proceso. Estados Unidos y sus aliados gobernaban el mundo en nombre del progreso económico y social, que no es más que una versión moderna de la carga del hombre blanco.
Tras esta cobertura ideológica, Estados Unidos dirigió sus diversas intervenciones militares en el periodo postsoviético. La primera Guerra del Golfo y la intervención en Serbia fueron para “proteger a las naciones pequeñas”. La intervención en Somalia fue para “salvar a los hambrientos”. Esta ideología fue consagrada por la ONU como la “responsabilidad de proteger” (R2P). Como indica el nombre de la doctrina, ésta proclama que las grandes potencias tienen la responsabilidad de intervenir militarmente para proteger a los pueblos oprimidos del mundo. Fue en parte porque la guerra de Bush Jr. en Irak no encajaba bien en esta categoría por lo que hubo tanta oposición a ella. Dicho esto, en sus fundamentos no fue diferente de otras intervenciones estadounidenses en este periodo. Su objetivo era, ante todo, afirmar la hegemonía estadounidense en el mundo, no proporcionar beneficios económicos o estratégicos a largo plazo. Los aliados de Estados Unidos que se opusieron a intervenciones como la de Irak lo hicieron porque no consideraban que valiera la pena invertir recursos sustanciales para demostrar una vez más que Estados Unidos podía aplastar a un país pequeño. Era mejor cosechar los beneficios del orden estadounidense sin pagar el costo.
Mucho más significativa que los conflictos armados de este periodo fue la penetración económica del capital financiero imperialista en todos los rincones de la Tierra. El propio proceso de globalización fue acompañado y apoyado por toda una serie de principios ideológicos. Una especie de internacionalismo imperialista se convirtió en el consenso en la mayoría de los países occidentales. Se decía que el estado-nación era cosa del pasado, y el libre comercio, la apertura de los mercados de capitales y los altos niveles de inmigración se consideraban el camino hacia el progreso y la paz mundial. Una vez más, estos elevados principios reflejaban los intereses específicos de la clase dominante y se esgrimían para pisotear los derechos nacionales de los países oprimidos, desindustrializar Occidente, importar mano de obra barata y abrir los mercados al capital y las mercancías imperialistas.
El movimiento obrero
en el periodo postsoviético
En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, la clase obrera no tenía a su cabeza una vanguardia revolucionaria consciente en ningún lugar. No obstante, tuvo una serie de conquistas significativas: la Unión Soviética, los nuevos estados obreros de posguerra (a los que más tarde se unieron China, Cuba, Vietnam y Laos) y un poderoso movimiento obrero en el mundo capitalista. Este último incluía sindicatos fuertes y partidos obreros de masas. Sin embargo, en cada uno de estos casos las direcciones burocráticas oportunistas debilitaron y ahuecaron constantemente estos bastiones de poder obrero. Cuando los sindicatos de Estados Unidos y Gran Bretaña fueron objeto de un ataque concertado e intenso en la década de 1980, sus direcciones se mostraron incapaces de repeler estas ofensivas a pesar de los heroicos sacrificios de los obreros. En Europa Oriental la burocracia soviética liquidó una posición tras otra sin lucha hasta que finalmente se liquidó ella misma. En conjunto, estas derrotas desarticularon todas las posiciones del proletariado internacional en la posguerra.
Estos desastres fueron explotados por los capitalistas que utilizaron las ventajas que ya tenían para obtener una conquista tras otra a expensas de un movimiento obrero debilitado y desorientado. En casi todo el mundo disminuyó la afiliación sindical, se privatizaron industrias y servicios públicos nacionalizados, partidos obreros como el otrora poderoso Partido Comunista Italiano simplemente se liquidaron, y en Occidente se cerraron cada vez más industrias. Estos golpes objetivos a la clase obrera provocaron desmoralización y un giro a la derecha en el movimiento obrero.
En los países imperialistas, el grueso de los dirigentes socialdemócratas, los remanentes estalinistas y las cúpulas sindicales abrazaron abiertamente el triunfalismo liberal. El reformismo y el sindicalismo de la vieja escuela se consideraron demasiado radicales para esta nueva era. Se decía que la lucha de clases había terminado, que los sindicatos tenían que hacerse respetables (es decir, impotentes) y que el socialismo se consideraba utópico en el mejor de los casos. En el movimiento obrero había oposición a la privatización y el libre comercio, pero era mínima y estaba minada por la creencia de que eran inevitables. El proyecto del Nuevo Laborismo de Tony Blair simbolizó este giro a la derecha. Éste intentó transformar el Partido Laborista de un partido de la clase obrera basado en los sindicatos en uno parecido al Partido Demócrata estadounidense. En el gobierno, impulsó reformas neoliberales radicales recubiertas con un barniz de modernismo y valores sociales progresistas. A medida que estos nuevos “líderes obreros” —en Gran Bretaña y en otros lugares— rechazaban la existencia misma de un movimiento obrero y todos los principios sobre los que se había construido, las organizaciones obreras tradicionales se debilitaron y volvieron hueras aún más. El dominio del liberalismo en los sindicatos y los partidos obreros equivalió básicamente a que el movimiento obrero se cercenara sus propias piernas, llevándolo a su debilitado estado actual.
Los países oprimidos por el imperialismo
En Occidente y en Japón, la deslocalización de la industria hizo retroceder la posición de la clase obrera. Sin embargo, en muchos países oprimidos por el imperialismo, la industria experimentó un auge y, a pesar de ello, el proletariado vio cómo su posición política se degradaba sustancialmente en el periodo postsoviético. ¿Cómo explicar esta debilidad en medio de un fortalecimiento objetivo de la clase obrera? Teniendo en cuenta las grandes variaciones entre países, se puede establecer una tendencia general. El contexto internacional de los años 80 y 90 condujo a un fortalecimiento del dominio del imperialismo sobre los países “en desarrollo” y “emergentes”. Esto, a su vez, favoreció un fortalecimiento del liberalismo a expensas del nacionalismo del Tercer Mundo y de la política combativa de la clase obrera. Mientras que el liberalismo en cuestiones sociales como la sexualidad, la raza y la religión no progresó mucho en general, el liberalismo económico (neoliberalismo) y hasta cierto punto el liberalismo político (democracia formal) se hicieron dominantes.
Al nivel político, la convergencia internacional hacia la democracia liberal fue en parte el resultado de la política exterior estadounidense, que veía cada vez más las reformas democráticas como una forma óptima de frenar la agitación social. Pero los regímenes internos de los países neocoloniales también se vieron muy afectados por el debilitamiento del movimiento obrero a escala internacional. Las élites estaban más seguras de su posición, lo que les permitía tener margen para hacer concesiones, mientras que los oprimidos tenían una mano más débil, lo que aumentaba la presión para que renunciaran a un cambio radical. Esto redujo la agudeza de las contradicciones internas, lo cual permitió a países como Corea del Sur, Taiwán, Brasil y Sudáfrica sustituir dictaduras cuasi totalitarias por una pizca de democracia burguesa. Para los regímenes que confiaban más en la colaboración de clases que en la represión, el contexto cambiante redujo la necesidad de hacer concesiones al movimiento obrero. En México, por ejemplo, el antiguo régimen corporativista de partido único que había durado 70 años fue destruido gradualmente, y con éste gran parte de la influencia de los sindicatos.
En el plano económico, la existencia de la Unión Soviética había permitido a los países neocoloniales balancearse entre las dos grandes potencias. Muchos regímenes nacionalizaron importantes sectores de sus economías y tuvieron cierto control de los flujos de capital en sus países. Estos modelos eran ineficaces y corruptos, pero permitían cierta independencia respecto a Estados Unidos y los demás imperialistas. El colapso de la Unión Soviética puso el último clavo en el ataúd de tales modelos. Los países neocoloniales no tuvieron más remedio que alinearse plenamente tras los dictados económicos de los imperialistas y desechar sus viejas estructuras corporativistas y estatistas.
El movimiento obrero del mundo neocolonial también capituló ante las crecientes presiones liberales, aunque de forma diferente al de Occidente. En algunos casos, como Brasil y Sudáfrica, los partidos de la clase obrera anteriormente reprimidos, el Partido dos Trabalhadores (PT) y el Partido Comunista Sudafricano (PCS), se convirtieron en ejecutores de los nuevos regímenes “democráticos” neoliberales. En México, la resistencia de la clase obrera al neoliberalismo se vinculó al Partido de la Revolución Democrática (PRD), una escisión populista de izquierda del partido gobernante. El propio PRD no se oponía a una mayor penetración del capital estadounidense, sino que sólo buscaba mejores condiciones para la rapiña de México. En muchos países, el movimiento obrero se mezcló con el mundo liberal de las ONGs, al apoyar los “derechos humanos” y los “objetivos de desarrollo del milenio” [de la ONU] en lugar de la lucha de clases. Así, teníamos una situación en la que la clase obrera de muchos países crecía en fuerza económica pero estaba políticamente paralizada por direcciones que capitulaban ante fuertes corrientes nacionales e internacionales que empujaban hacia el liberalismo y la integración con el imperialismo mundial.
Neoliberalismo con características chinas
El panorama parecía sombrío para el Partido Comunista de China tras la oleada contrarrevolucionaria que se extendió desde Alemania Oriental hasta la URSS. El sangriento aplastamiento del levantamiento de Tiananmen en 1989 había aislado al régimen en la escena mundial. Para Estados Unidos y sus aliados, era sólo cuestión de tiempo para que China siguiera el camino de la Unión Soviética y se integrara al creciente redil democrático liberal. Pero éste no fue el camino que siguió el PCCh. La lección que extrajo de Tiananmen y de las contrarrevoluciones del bloque del Este fue que para mantenerse en el poder necesitaba combinar un alto crecimiento económico con un férreo control político. Para lograrlo, redobló su apuesta por el camino de “reforma y apertura” iniciado por Deng Xiaoping a finales de los años 70, que consistía en liberalización del mercado en la agricultura y la industria, privatizaciones y atracción de capital extranjero. Actualmente, el control del Partido Comunista sobre el poder parece más firme que nunca. Para el PCCh y sus defensores, China está siendo guiada a través de la corriente de la historia gracias a las sabias políticas de sus líderes. Pero como dejarán claro las agitadas corrientes de la lucha de clases, este aparente éxito tiene más que ver con las aguas estancadas del periodo postsoviético que con la capacidad de dirección del PCCh.
Con la amenaza del “comunismo global” aparentemente desaparecida y con Deng comprometiendo al partido a dar la bienvenida al capital extranjero durante su “gira por el sur” de 1992, la inversión imperialista inundó China. Las Zonas Económicas Especiales (ZEE) ofrecían un entorno desregulado digno de las mejores prácticas neoliberales de libre mercado y una enorme reserva de mano de obra barata cuya sumisión estaba garantizada por el PCCh, mientras que la economía dirigida por el estado movilizaba gigantescos recursos para la construcción de infraestructura y fábricas. Esta combinación produjo enormes beneficios para el capitalismo monopolista, pero también un progreso económico y social sin parangón en China. En los tres años posteriores a 2008, China utilizó más cemento que Estados Unidos en todo el siglo XX. Desde 1978, su PIB ha crecido una media anual del 9 por ciento y 800 millones de personas han salido de la pobreza. La integración de China en la economía mundial ha permitido enormes saltos en la productividad, ha abierto un nuevo mercado gigantesco y ha servido de motor del crecimiento económico y del aumento del comercio mundial. El ascenso de China es tanto el mayor éxito del orden postsoviético como su mayor amenaza.
Para los socialdemócratas y los moralistas liberales, las políticas mercantilistas y represivas del PCCh son la prueba de que China es ahora capitalista o incluso imperialista. Pero a diferencia de lo que ocurrió en la URSS y en Europa Oriental, el régimen estalinista chino nunca cedió el control de la economía y el estado. Las principales palancas económicas permanecen colectivizadas. En muchos aspectos, el régimen económico de China se parece actualmente a un modelo extremo de lo que Lenin describió como “capitalismo de estado”: la apertura de ciertas áreas económicas a la explotación capitalista bajo la dictadura del proletariado.
Para una evaluación marxista de las políticas de Deng y sus sucesores, uno no puede simplemente rechazar por principio las reformas de mercado o cualquier compromiso con el capitalismo. Más bien, hay que examinar los términos y los objetivos de los acuerdos y si reforzaron la posición general de la clase obrera. En el III Congreso de la Comintern, Lenin esbozó de la siguiente manera su enfoque sobre las concesiones extranjeras en el estado obrero soviético:
Lenin trataba de atraer capital extranjero a Rusia como un medio para fomentar el desarrollo económico y ganar tiempo hasta que la revolución pudiera extenderse internacionalmente. Los compromisos que estaba dispuesto a asumir no implicaban el menor indicio de que la lucha contra el capitalismo fuera a dejarse de lado. Al contrario, insistió:
En contraste con esto, Deng Xiaoping proclamó que “no hay contradicción fundamental entre el socialismo y la economía de mercado” (1985). Para Deng y sus sucesores, nunca se trató de ganar tiempo para la revolución mundial, sino de la quimera de desarrollar China en armonía fundamental con el mundo capitalista.
Aunque los últimos 30 años han producido resultados asombrosos cuando se examinan los datos económicos brutos, la imagen es muy diferente cuando se evalúa la fuerza del estado obrero chino sobre una base de clase. El desarrollo de China se ha construido sobre cimientos de arena: la “coexistencia pacífica” con el imperialismo mundial. Hay una contradicción fundamental en el ascenso de China: cuanto más fuerte se hace, más socava la condición que hizo posible su ascenso —la globalización económica bajo la hegemonía de Estados Unidos—. Pero en lugar de movilizar a la clase obrera internacional para la inevitable lucha contra el imperialismo estadounidense, el PCCh ha confiado durante décadas en la “interdependencia económica”, el “multilateralismo” y la “cooperación beneficiosa para todos” como medios para evitar el conflicto. Tales ilusiones pacifistas han debilitado a la República Popular China (RPCh) al desarmar a la clase obrera, la única fuerza que puede derrotar decisivamente al imperialismo.
La posición de China se ve aún más debilitada por la poderosa clase capitalista nacional que ha surgido en el continente y que tiene un interés directo en la destrucción del estado obrero. Lejos de reconocer esta amenaza mortal para el régimen social, el PCCh ha fomentado abiertamente el crecimiento de esta clase, y resalta sus contribuciones a la construcción del “socialismo con características chinas”. No hace falta ser un erudito de Marx para comprender que una clase cuyo poder descansa en la explotación de la clase obrera es un enemigo mortal de la dictadura del proletariado, un régimen basado en el poder estatal de la clase obrera.
Para Lenin, el único principio involucrado al establecer concesiones capitalistas extranjeras era la preservación del poder del proletariado y el mejoramiento de sus condiciones, incluso si esto significaba “beneficios del 150 por ciento” para los capitalistas. Basó toda su estrategia en el potencial revolucionario del proletariado tanto en Rusia como en el extranjero. Esta perspectiva no tiene nada que ver con la burocracia del PCCh, que teme a la revolución como a la peste y, por encima de todo, busca la estabilidad política para mantener sus propios privilegios burocráticos. Lejos de construir la “prosperidad común”, las políticas del PCCh han procurado mantener sometidas las aspiraciones de la clase obrera y mantener las condiciones de trabajo lo más miserables posible para competir con los trabajadores del extranjero y asegurar la inversión de capital. Los que se han beneficiado no son el “pueblo que trabaja duro” sino una pequeña camarilla de burócratas y capitalistas. La verdad es que el PCCh ha trabajado con los capitalistas del país y el extranjero en contra de los obreros en China y al nivel internacional. Esta traición abierta llevada a cabo en nombre del “socialismo” desacredita a la RPCh a los ojos de la clase obrera internacional y socava la defensa de la Revolución de 1949.
IV. Combatiendo el liberalismo con liberalismo
El fuerte consenso político en todo Occidente después de 1991 no significó que no hubiera voces disidentes de izquierda y derecha. Sin embargo, en términos generales esta disidencia no desafió las premisas ideológicas básicas del orden mundial liberal y menos aún la base material de este orden: la dominación del capital financiero estadounidense. Los diversos movimientos que surgieron en la izquierda criticaron el statu quo con base en la moral liberal, es decir, desde dentro de los fundamentos ideológicos básicos del mismo. Tanto si estaban en contra del libre comercio, la guerra, el racismo o la austeridad, los movimientos de la izquierda tenían como premisa frenar los excesos del imperialismo, manteniendo así intacto el sistema en su conjunto pero sin sus aspectos más brutales. Como explicó Lenin sobre tales críticas al imperialismo en su época, éstos no eran más que un “deseo candoroso”, ya que no reconocían “los vínculos indisolubles existentes entre el imperialismo y los trusts, y, por consiguiente, entre el imperialismo y los fundamentos del capitalismo” (El imperialismo). Y así, los diversos movimientos de la izquierda del periodo postsoviético denunciaron, hicieron peticiones, se manifestaron, cantaron y comieron tofu, pero fracasaron rotundamente a la hora de construir una oposición real al imperialismo liberal.
El movimiento antiglobalización
El movimiento antiglobalización alcanzó su punto álgido en las protestas contra la OMC en Seattle en 1999. Le siguieron varios movimientos similares en todo el mundo, lo que eventualmente dio lugar a los foros sociales mundiales. El movimiento en sí era una mezcla ecléctica de sindicatos, ecologistas, ONGs, grupos indígenas, anarquistas y socialistas. Esta mezcolanza no tenía coherencia ni un objetivo común; era una coalición de los perdedores de la globalización, que pretendían detener las ruedas del capitalismo, y del ala izquierda del liberalismo, que pretendía que sus ciclos fueran menos brutales.
En los sindicatos, la oposición a la globalización estaba impulsada por la resistencia de la clase obrera a la pérdida de puestos de trabajo debido a la deslocalización. Correctamente canalizada, esta legítima ira de la clase obrera podría haber cambiado el balance de fuerzas de clase a escala internacional y puesto fin a la ofensiva del capital financiero. Esto habría requerido fuertes luchas defensivas que se enfrentaran directamente a los intereses del capital monopolista: ocupaciones de fábricas, huelgas, campañas de sindicalización. Pero los dirigentes sindicales hicieron todo lo contrario.
En EE.UU. se opusieron a la deslocalización y el TLCAN, pero celebraron activamente el dominio del capitalismo estadounidense sobre el mundo, que ellos mismos habían ayudado a alcanzar mediante su compromiso en la “lucha contra el comunismo”. Los sindicatos no podían organizar una lucha en defensa de los puestos de trabajo mientras seguían apoyando el mismo factor que conducía a la deslocalización: el dominio imperialista estadounidense. Y sí que lo apoyaron, desde sus campañas proteccionistas antimexicanas y antichinas hasta el apoyo a Bill Clinton para presidente. En Europa, incluso la oposición formal al libre comercio era mucho más débil y muchos sindicatos hicieron campaña activamente a favor del Tratado de Maastricht y la UE. Los que no lo hicieron, al igual que sus homólogos estadounidenses, no lucharon contra la clase dominante que estaba detrás de la liberalización económica, sino que buscaron en vez de ello un bloque entre el trabajo y el capital a escala nacional contra los “intereses extranjeros”. En ambos casos el resultado fue la devastación absoluta para la clase obrera, con pérdidas masivas de puestos de trabajo y la decadencia de regiones enteras.
El otro bando del movimiento antiglobalización consistía en diversas ONGs, anarquistas, ecologistas y grupos socialistas. Como insisten la mayoría de estos grupos, no se oponen a la globalización, sino que buscan una globalización “más justa”, “democrática” y “respetuosa con el medio ambiente”. Como ya se ha explicado, la globalización no puede ser justa bajo el yugo del imperialismo, y la ofensiva neoliberal sólo podría detenerse reforzando la posición de la clase obrera internacional. El movimiento antiglobalización no podía hacer nada en este sentido porque abrazaba el mismo triunfalismo liberal cuyas consecuencias supuestamente combatía. El movimiento afirmaba que la lucha de clases había terminado y que los estados-nación habían sido suplantados por las corporaciones internacionales... así que obviamente no organizó la lucha de clases contra los estados imperialistas que apoyaban la globalización.
Como el movimiento consideraba que la globalización era básicamente inevitable y veía a la clase obrera como irrelevante en el mejor de los casos, no hizo nada para oponerse a la pérdida de millones de puestos de trabajo. La izquierda denunció el chovinismo proteccionista de ciertos burócratas sindicales y políticos reaccionarios, pero sin presentar un programa de defensa del empleo y de las condiciones de trabajo. Esto significaba ser un eco de izquierda de los Bush y los Clinton, que también denunciaban el proteccionismo y el nativismo en beneficio de la expansión de Estados Unidos en el extranjero. La verdad básica rechazada por el movimiento antiglobalización es que una defensa real de los puestos de trabajo de la clase obrera en EE.UU. y Europa no iría en contra de los intereses de los trabajadores del Tercer Mundo, sino que fortalecería su posición al poner freno a un mayor saqueo imperialista. Para ser internacionalista, la clase obrera no debe volverse “liberal” e “ilustrada”; debe unirse para derrocar al imperialismo. Toda lucha contra la burguesía imperialista unirá objetivamente a la clase obrera internacional y la hará romper con sus direcciones nacionalistas.
Aunque el movimiento antiglobalización consiguió provocar algunos disturbios, éstos no constituyeron ninguna amenaza para el imperialismo liberal. Paralizado por una lealtad fundamental al statu quo, el movimiento fue en última instancia sólo una nota al pie en la aplastante ofensiva del capital financiero en los años 90 y principios de los 2000. Con el tiempo, incluso la oposición formal al TLCAN y a la UE fue abandonada por prácticamente todo el movimiento obrero y la izquierda. Es la impotencia de las fuerzas que se oponen a la globalización lo que empujó a millones de obreros en Occidente hacia demagogos como Trump, Le Pen en Francia y Meloni en Italia.
La izquierda antiestablishment después de 2008 en Estados Unidos y Europa
La burbuja crediticia de 2007 marcó el punto álgido del orden mundial liberal. La crisis económica posterior representó un importante punto de inflexión, ya que la dinámica que contribuía a la estabilidad y el crecimiento económico —aumento del comercio mundial, crecimiento de la productividad, consenso político y geopolítico— se vino abajo y se invirtió. Aunque la crisis y sus secuelas no pusieron fin a la era postsoviética, aceleraron las tendencias que la socavaban. En gran parte del mundo occidental, los millones de despidos y desahucios seguidos de una ola de austeridad crearon un profundo descontento político. Por primera vez desde la década de 1990, surgieron importantes movimientos políticos que atacaron pilares clave del consenso postsoviético. En la derecha, el proteccionismo, la oposición al “multilateralismo” y el chovinismo abierto se convirtieron en la corriente dominante. En la izquierda fue la oposición a la austeridad, los llamados por nacionalizaciones y, en ciertos sectores, la oposición a la OTAN. Las características de estos movimientos varían mucho, pero se impone una conclusión. Mientras que la derecha populista emerge hoy revigorizada tras un cierto declive en 2020, los movimientos antiestablishment de la izquierda se han hundido en su mayoría. ¿Qué explica este fracaso?
La izquierda antiestablishment fue empujada a la palestra por décadas de ataques neoliberales que se exacerbaron tras 2008 y, en el caso de Estados Unidos y Gran Bretaña, por la oposición a las intervenciones militares en Afganistán e Irak. Aunque estos movimientos reaccionaron contra el statu quo, no rompieron decisivamente con él. A su manera, cada uno estaba ligado a la burguesía imperialista responsable de la degradación de las condiciones sociales. Los abanderados de esta tendencia fueron Corbyn en Gran Bretaña, Sanders en Estados Unidos, Syriza en Grecia y Podemos en España. A diferencia de ellos, Mélenchon en Francia aún no ha fracasado visiblemente. Dicho esto, su movimiento contiene todos los ingredientes que llevaron a la desaparición de sus homólogos en otros países.
En cuanto a Sanders, se trata de un representante del Partido Demócrata, uno de los dos partidos del imperialismo estadounidense. Sus discursos sobre “una revolución política contra los multimillonarios” no significan nada dada su lealtad a un partido que representa a los multimillonarios. Además, como político liberal reformista, la principal reforma que Sanders prometió, “Medicare [seguro médico público] para todos”, siempre estuvo subordinada a la unidad con los capitalistas demócratas “progresistas” frente a los republicanos más reaccionarios. En nombre de la “lucha contra la derecha”, Sanders traicionó los principios que decía defender. Cuanto más pisoteaba Sanders las aspiraciones del movimiento al que representaba, más ascendía en el establishment del Partido Demócrata. Los que hoy quieren recrear este movimiento fuera del Partido Demócrata y sin Sanders no entienden que es el propio programa del reformismo liberal el que conduce a la capitulación ante la clase dominante. Cualquier programa que busque reconciliar los intereses de la clase obrera con el mantenimiento del capitalismo estadounidense buscará necesariamente apoyo en una de las dos alas de éste. Para romper el ciclo reaccionario de la política estadounidense y avanzar verdaderamente sus intereses, la clase obrera necesita su propio partido construido en oposición total tanto a los liberales como a los conservadores.
El movimiento de Corbyn era similar al que rodeaba a Sanders, pero difería en dos aspectos importantes. El primero es que el Partido Laborista, a diferencia del Partido Demócrata, es un partido obrero burgués. Su base obrera explica en parte por qué Corbyn pudo ganar la dirección del laborismo mientras que Sanders fue frenado por el establishment demócrata. La otra diferencia significativa es que Corbyn cruzó líneas rojas en cuestiones de política exterior. Su oposición a la OTAN y la UE, sus críticas al golpe de estado respaldado por la OTAN en Ucrania en 2014, su apoyo a los palestinos y su oposición a las armas nucleares eran totalmente inaceptables para la clase dominante.
Ante la rabiosa hostilidad del establishment británico y la continua insurgencia contra él en su propio partido, las alternativas que se le planteaban a Corbyn eran enfrentarse directamente a la clase dominante o capitular. Pero el programa de Corbyn de pacifismo y reformismo laborista busca calmar la guerra de clases, no ganarla. Así que, en todo momento, Corbyn trató de apaciguar a la clase dominante y al ala derecha de su partido en lugar de movilizar a la clase obrera y a la juventud contra ellos. Corbyn capituló en cuanto a la renovación del programa de submarinos nucleares Trident, a la autodeterminación de Escocia, a la cuestión de Israel- Palestina, sobre la OTAN y, más decisivamente, respecto al Brexit. El ejemplo de Corbyn, incluso más que el de Sanders, es un caso clásico de la total impotencia del reformismo en la conducción de la lucha de clases.
El caso de Syriza es diferente en el sentido de que llegó al poder en Grecia como resultado de la oposición masiva a la austeridad impuesta por la UE. La rapidez de su ascenso sólo fue igualada por la profundidad de su traición. Después de organizar un referéndum en 2015 que rechazó abrumadoramente el paquete de austeridad de la UE, Syriza pisoteó descaradamente la voluntad popular accediendo a las exigencias imperialistas de ataques aún más duros contra los trabajadores griegos. La razón de esta traición radica en la propia naturaleza de clase y el programa de Syriza. La única fuerza capaz de hacer frente al imperialismo en Grecia es la clase obrera organizada. Pero Syriza no es un partido de la clase obrera. Afirmaba que podía servir tanto a los capitalistas griegos como a los obreros y los oprimidos de Grecia... todo ello manteniendo al país en la UE. Este mito explotó al primer contacto con la realidad. Mientras que la mayor parte de la izquierda vitoreó a Syriza hasta su traición, el Partido Comunista (KKE) se mantuvo al margen, negando que Grecia estuviera siquiera oprimida por el imperialismo. Las consecuencias de ambas políticas se abatieron sobre el pueblo griego. Esta debacle muestra la urgente necesidad de un partido en Grecia que combine la lucha por la liberación nacional con la necesidad de la independencia de clase y el poder obrero.
A medida que el mundo entra en un periodo de crisis aguda, el movimiento obrero en Occidente se encuentra políticamente desorganizado y desmoralizado, traicionado por las fuerzas en las que depositó su fe. Si bien esto conducirá sin duda a la conquista de posiciones para la derecha a corto plazo, un nuevo auge de la clase obrera y de las masas populares planteará de nuevo la necesidad de alternativas políticas frente a los representantes del statu quo liberal. Es esencial extraer las lecciones de los fracasos pasados para evitar un nuevo ciclo de derrotas y reacción.
Covid-19, desastre liberal
Durante la pandemia del Covid-19, la izquierda no ofreció ni siquiera una tibia oposición al establishment liberal. Mientras las burguesías de todo el mundo encerraban a sus poblaciones durante meses sin hacer nada para reparar los sistemas de salud que se desmoronaban y mejorar las condiciones de vida espantosas, la izquierda vitoreaba y pedía cierres cada vez más estrictos. Cada ataque contra la clase obrera fue aceptado en nombre de “seguir la ciencia”. El entendimiento básico de que la ciencia en la sociedad capitalista no es neutral, sino que se usa para servir a los intereses de la burguesía, fue arrojado por la ventana incluso por aquéllos que decían ser marxistas.
El resultado habla por sí mismo. Millones de personas murieron a causa del virus, millones perdieron su trabajo, se encerró a las familias en sus casas a costa de las mujeres, los niños y la cordura. Dado que la ciencia se utilizó para justificar una política reaccionaria tras otra, millones de personas se volvieron contra la “ciencia” y rechazaron las vacunas que salvan vidas. ¿Se salvó el sistema sanitario? No, en todas partes está mucho peor que antes. ¿Se protegió a los trabajadores del virus? No, siguieron trabajando en condiciones peligrosas. ¿Se protegió a los ancianos? Muchos murieron en asilos decrépitos. Los que no, vieron su calidad y esperanza de vida reducidas debido al aislamiento social y la falta de ejercicio. La crisis de los asilos y casas de retiro es peor que nunca.
Los liberales y la izquierda argumentan que no había ninguna alternativa a doblegarse ante los gobiernos y la “ciencia” en nombre de “salvar vidas”. Pero había una. La clase obrera necesitaba tomar cartas en el asunto y garantizar una respuesta que correspondiera a sus intereses de clase. Los sindicatos necesitaban luchar por lugares de trabajo seguros en contra del simple cierre de los mismos o de trabajar en trampas mortales. Mientras los patrones y los gobiernos controlen la seguridad en el trabajo en lugar de los sindicatos, los obreros morirán por causas evitables. Los sindicatos de la salud y la educación tenían que luchar por mejores condiciones, no sacrificarse por mejoras ilusorias posteriores. Esos sacrificios no rescataron los servicios públicos, sino que permitieron a la clase dominante exprimirlos aún más. Sólo en la lucha contra la clase dominante y sus cierres podrían abordarse cualquiera de los males sociales que estaban detrás de la crisis, ya sea la atención sanitaria, la vivienda, las condiciones de trabajo, el transporte público o la atención a los ancianos.
La total subordinación del movimiento obrero a los confinamientos garantizaba que cualquier oposición a las desastrosas consecuencias de la pandemia estaría dominada por las fuerzas de derecha y conspiracionistas. Muchas de las personas que asistieron a las manifestaciones masivas contra los confinamientos o a las protestas contra la vacunación obligatoria lo hicieron por una ira legítima ante las consecuencias sociales de las políticas capitalistas durante la pandemia. En lugar de ponerse al frente de estos sentimientos y canalizarlos hacia una lucha por avanzar las condiciones de la clase obrera, la izquierda los denunció de forma abrumadora y aplaudió su represión por parte del estado.
Las bases para la traición total de la izquierda y del movimiento obrero en la pandemia se sentaron durante todo el transcurso del periodo postsoviético. Cuando esta crisis de proporciones mundiales golpeó y la burguesía necesitó más que nunca la unidad nacional, el movimiento obrero se cuadró y movilizó lealmente a la clase obrera detrás de la “ciencia” y el “sacrificio compartido”. Aunque los gobiernos y la mayor parte de la izquierda intentan esconder la pandemia bajo la alfombra, no se librarán tan fácilmente. Las consecuencias de este desastre han dejado una profunda huella en la clase obrera y la juventud, impulsándolas a buscar respuestas y alternativas.
V. El orden liberal en decadencia
La arrogancia se convierte en histeria
Desde la década de 1980 hasta principios de la de 2000, la dinámica de la política mundial favoreció el fortalecimiento relativo del poder de Estados Unidos. Cuanto más mejoraba su posición económica, militar y política, mayor era la fuerza centrípeta que reforzaba el orden mundial liberal. Esta dinámica que se refuerza a sí misma alcanzó su punto álgido tras la contrarrevolución en la Unión Soviética. Permitió una liberalización política y económica generalizada con una intervención directa relativamente limitada por parte de Estados Unidos. En aquel momento, las corrientes mismas de la historia parecían impulsar los intereses del capitalismo estadounidense.
Pero en política, como en física, toda acción tiene una reacción. Inevitablemente, las propias consecuencias de la hegemonía estadounidense impulsaron fuerzas compensatorias. Las intervenciones militares cada vez más temerarias de Estados Unidos fueron desastres geopolíticos, malgastaron recursos y endurecieron la oposición a la política exterior estadounidense dentro y fuera del país. La desregulación financiera y la desindustrialización vaciaron de contenido el poderío económico de Estados Unidos y reforzaron a sus competidores, al tiempo que hacían que toda la economía mundial fuera mucho más inestable y propensa a las crisis. Cuanto más utilizaba la clase dominante estadounidense el liberalismo para promover sus intereses reaccionarios, más fomentaba la resistencia al mismo. Lenta pero inexorablemente, cada vez había más indicios de que la dinámica que favorecía el orden mundial liberal se estaba debilitando y las fuerzas que empujaban en su contra se estaban fortaleciendo. La crisis financiera de 2008, el golpe de estado y el conflicto en Ucrania de 2014, la elección de Donald Trump y el Brexit en 2016 son indicadores importantes de esta tendencia.
A medida que Estados Unidos ha sentido que su poder se debilita, su arrogancia se ha transformado en histeria. Se esfuerza cada vez más en apuntalar su poder, enfrentándose a China y Rusia, exprimiendo a sus aliados, sancionando a cada vez más países. Pero estos esfuerzos tienen un costo cada vez mayor y producen rendimientos cada vez menores. Lejos de detener su declive, la respuesta de Estados Unidos no ha hecho más que consolidarlo. Hoy, tras la pandemia y la guerra de Ucrania, está claro que la dinámica de la política mundial se ha invertido. Ahora apunta hacia una desintegración acelerada del orden mundial liberal. La OTAN y Rusia están enfrascadas en una guerra indirecta. Las relaciones entre Estados Unidos y China se encuentran en un estado permanente de hostilidad. El nacionalismo populista va en aumento en el mundo no imperialista, adoptando expresiones tanto de izquierda (México) como de derecha (India, Türkiye). La política en Occidente se polariza cada vez más entre quienes buscan apuntalar la dominación imperialista rompiendo con el liberalismo tradicional (Trump, Alternativa para Alemania, Le Pen, Meloni) y quienes buscan apuntalarla redoblando la cruzada liberal (Biden, Trudeau, Partido Verde alemán).
La creciente inestabilidad del mundo no es un misterio para nadie. La controversia surge en torno a la naturaleza del conflicto. Para los liberales, se trata de una contienda entre democracia y autocracia. Para los libertarios y los socialdemócratas, es el libre mercado contra la intervención del estado. Para los estalinistas y los tercermundistas, es una competencia entre hegemonía y multipolaridad. Todos están equivocados. La respuesta está en las sencillas pero penetrantes palabras del Manifiesto Comunista: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Y así es como el orden mundial liberal, hoy en proceso de descomposición, sigue las leyes de la lucha de clases. El conflicto fundamental que da forma al mundo no es entre el PCCh y los capitalistas estadounidenses, Trump y Biden, Putin y la OTAN, o el mexicano López Obrador (AMLO) y el imperialismo yanqui; es entre la descomposición social del capitalismo en su etapa imperialista y los intereses del proletariado mundial. Quienes no se guíen por esta comprensión no podrán orientarse en la tormenta que se avecina y mucho menos avanzar la lucha por el progreso humano.
La economía mundial:
Un gigantesco esquema Ponzi
Como se ha explicado anteriormente, la hegemonía estadounidense permitió una mejora temporal del potencial de crecimiento del imperialismo. Fue esta mejora en la coyuntura económica la que permitió la prolongada estabilidad del mundo capitalista durante las tres últimas décadas. Hoy, sin embargo, no sólo se han agotado las posibilidades de expansión, sino que las condiciones que permitieron la expansión anterior están retrocediendo. La consecuencia será una destrucción significativa de las fuerzas productivas, con toda la inestabilidad que ello conlleva. Como escribió Trotsky en La III Internacional después de Lenin: “los gobiernos, como las clases, luchan con más furia cuando la ración es magra que cuando nadan en la abundancia”. Este factor apuntala la actual situación mundial y continuará haciéndolo, salvo que se produzca un cambio importante en la coyuntura.
Los ciclos de auge y caída de ocho a diez años son las fluctuaciones normales de la economía capitalista. La especulación desenfrenada y la sobreproducción van seguidas del colapso y el pánico. El periodo postsoviético no ha sido diferente. Sin embargo, a medida que disminuían las posibilidades de crecimiento real, la especulación y el crédito se convirtieron en la principal forma con la que Estados Unidos trató de apuntalar todo su orden. Las secuelas de la “Gran Recesión” de 2008 lo pusieron claramente de manifiesto. Ante una posible depresión, Estados Unidos coordinó una expansión crediticia y monetaria sin precedentes históricos. Esto trajo un crecimiento real anémico, pero también un crecimiento gigantesco de los precios de los activos. Incluso para la mayoría de los economistas burgueses es obvio que esto significaba simplemente establecer las condiciones para un colapso aún mayor más adelante. Durante más de diez años, el manual de medidas ha sido el mismo a cada señal de crecimiento fallido: darle largas mediante el aumento del crédito. Durante la pandemia del Covid-19, esto se impulsó una vez más, hasta alcanzar máximos históricos. Para resolver las consecuencias del cierre de enormes sectores de la economía, los capitalistas simplemente imprimieron dinero. Esto fue demasiado, y finalmente las posibilidades de este enfoque alcanzaron su límite con el inevitable “retorno de la inflación”.
El drástico aumento de las tasas de interés en Estados Unidos está succionando cantidades gigantescas de liquidez del sistema económico mundial. Según el famoso adagio de Warren Buffet, “una marea creciente hace flotar todos los barcos... Sólo cuando baja la marea descubres quién ha estado nadando desnudo”. Después de una década y media de dinero fácil, es de esperar que segmentos gigantescos de la economía hayan estado “nadando desnudos”. Cuando suene la hora, los resultados serán catastróficos. Dado que Estados Unidos está en la cima de la cadena alimenticia capitalista y controla esencialmente las condiciones crediticias internacionales, incluso si resulta ser el epicentro de la crisis podrá utilizar su posición dominante para hacer pagar las consecuencias al resto del mundo. Esto será especialmente devastador para los países en vías de desarrollo, muchos de los cuales ya están sumidos en una profunda crisis, como Sri Lanka, Pakistán y Líbano. Pero las consecuencias serán globales y provocarán necesariamente nuevos golpes al orden mundial, incluso por parte de potencias que Estados Unidos considera hoy aliadas.
Una parte significativa del establishment económico miente abiertamente o está voluntariamente ciega sobre las perspectivas de la economía mundial. Ciertas partes de la izquierda socialdemócrata han argumentado que los altos niveles de deuda pública no son motivo de gran preocupación y que los trabajadores se beneficiarían más de tasas de interés bajas y más deuda que de la actual política de tasas de interés más altas. Esto es un eco del sector de la burguesía que desea dar largas una vez más, con suerte más allá de las próximas elecciones. La verdad es que todas las alternativas políticas —ya sea una deuda elevada, una inflación alta o la deflación— se utilizarán para atacar las condiciones de vida de la clase obrera. El problema subyacente fundamental es el gigantesco desequilibrio entre el capital que existe sobre el papel y las capacidades productivas reales de la economía mundial. Ninguna magia financiera puede resolver este problema. La única salida es que la clase obrera tome las riendas políticas y económicas y reorganice la economía de forma racional.
Para los economistas de derecha, la solución es dejar que el libre mercado haga su trabajo: aceptar que habrá una crisis devastadora, dejar que los débiles mueran y que los fuertes salgan fortalecidos. Pero los tiempos del capitalismo de libre mercado han quedado atrás. Hoy la economía mundial está dominada por un pequeño número de monopolios gigantescos que compiten con los monopolios de otros países. Ningún estado está dispuesto a dejar que sus monopolios se hundan. Si Ford y GM quiebran, esto no reviviría la libre empresa estadounidense, sino que fortalecería a Toyota y Volkswagen. El capitalismo desenfrenado no conduce al libre mercado sino a los monopolios. Por un lado, esto refleja la tendencia hacia la producción planificada centralizada a escala mundial. Pero por otro, bajo el imperialismo los monopolios obstruyen el crecimiento de las fuerzas productivas, conduciendo a la decadencia y al parasitismo.
Para socialdemócratas como el economista Michael Hudson, la panacea es una “economía mixta”, capitalismo con intervención y regulación estatales. Si bien en décadas recientes esto se consideraba una herejía en los círculos económicos y gubernamentales, ahora la planificación vuelve a estar de moda. Esto no se debe a una iluminación, sino a que el capitalismo nacional necesita apoyo para evitar la quiebra y competir con China. Aunque la clase obrera puede arrancar concesiones a los capitalistas mediante la lucha de clases, no es posible regular las contradicciones del imperialismo. La irracionalidad y el parasitismo del sistema están arraigados en la propia dinámica de la acumulación capitalista. El gobierno mismo no es un contrapeso a la minúscula camarilla de financieros capitalistas, sino que funciona como su comité ejecutivo. Cuando interfiere en asuntos económicos, es en última instancia para beneficiar a la clase dominante imperialista.
La guerra entre Ucrania y Rusia: Un desafío militar a la hegemonía estadounidense
La invasión rusa de Ucrania es, con mucho, el mayor desafío a la hegemonía estadounidense desde el colapso de la Unión Soviética. El hecho de que una gran potencia no sólo haya tenido la confianza de desafiar a Estados Unidos de forma tan directa, sino que hasta ahora se haya salido con la suya, indica un verdadero cambio radical. Esta guerra no se parece a ninguna de las últimas décadas. No es una guerra de contrainsurgencia de bajo nivel, sino una guerra industrial de alta intensidad. El resultado del conflicto no sólo determinará el destino de la propia Ucrania, sino que tendrá un gran impacto en el equilibrio de poder en Europa y al nivel internacional.
Los dos actores decisivos en la guerra de Ucrania son Rusia y EE.UU. La guerra estalló como consecuencia de décadas de expansión de la OTAN hacia el este, a países que Rusia considera bajo su esfera de influencia. Rusia considera a Ucrania de vital interés estratégico y estará dispuesta a escalar el conflicto hasta que asegure a Ucrania en su órbita o sea derrotada. La posición estadounidense es más complicada. Ucrania tiene poco valor estratégico para Estados Unidos y se considera un páramo marginal de Europa. Para el establishment liberal occidental, “defender Ucrania” es defender el orden mundial liberal, es decir, el derecho de Estados Unidos a hacer lo que le plazca donde quiera.
La derrota de Ucrania a manos de Rusia sería un golpe humillante para Estados Unidos. Sería una señal de debilidad, tendría consecuencias desestabilizadoras para el establishment político europeo y pondría en entredicho el futuro de la OTAN. Dado lo mucho que está en juego, Estados Unidos y sus aliados han intensificado continuamente la guerra, suministrando cada vez más armas a Ucrania. Rusia ha respondido convocando una movilización parcial y está destruyendo el ejército ucraniano. Aunque Estados Unidos ha impulsado la escalada, ni éste ni sus aliados se han comprometido aún a derrotar decisivamente al ejército ruso pasando a una economía de guerra o interviniendo directamente. Por ahora, el conflicto sigue siendo un conflicto regional por el control de Ucrania.
En todas partes, los dirigentes de la clase obrera han movilizado al proletariado en favor de los intereses de su clase dominante. Pero las semillas de revuelta están siendo plantadas cada día por las consecuencias sociales de la guerra. Para los marxistas es de la mayor importancia intervenir en esta creciente contradicción para construir una nueva dirección que pueda hacer avanzar los intereses de la clase obrera en este conflicto. El punto de partida esencial debe ser que es el propio sistema imperialista —definido hoy como el orden liberal dominado por Estados Unidos— el responsable del conflicto en Ucrania. El proletariado mundial en su conjunto tiene interés en acabar con la tiranía imperialista en el mundo, y sólo sobre esta base pueden unirse los proletarios del mundo, ya sean rusos, ucranianos, estadounidenses, chinos o indios. Sin embargo, la aplicación de esta perspectiva general toma diferentes expresiones concretas según las consideraciones de cada país.
Los obreros rusos deben comprender que la victoria de su propio gobierno no asestaría un golpe fundamental al imperialismo. No fomentaría la independencia de Rusia respecto al imperialismo mundial, sino que la convertiría en opresora de sus hermanos y hermanas de clase de Ucrania en beneficio de los oligarcas rusos. Cualquiera que sea la derrota a corto plazo que pueda infligir a la política exterior estadounidense, no vale la pena el precio de convertirse en los opresores de la nación ucraniana. Un conflicto perpetuo entre ucranianos y rusos no haría sino reforzar las fuerzas del imperialismo mundial en la región. La OTAN y la UE recibirían un golpe mucho más duro de un frente revolucionario común de los obreros rusos y ucranianos contra sus respectivas clases dominantes, tal como lo hizo la gran Revolución de Octubre. ¡Volteen las armas contra los oligarcas rusos y ucranianos! ¡Por la unidad revolucionaria contra el imperialismo estadounidense!
Los obreros ucranianos deben comprender que EE.UU., la UE y la OTAN no son sus aliados, sino que están utilizando a Ucrania como un peón para defender sus intereses, desangrarla y luego desecharla. Su independencia nacional no estará asegurada alineándose con el imperialismo. Eso significaría la servidumbre a Washington y garantizaría la hostilidad permanente de Rusia. Asimismo, los obreros ucranianos también deben oponerse a la opresión de las minorías rusas por parte de su gobierno. La defensa de las minorías rusas haría un millón de veces más por socavar el esfuerzo bélico del Kremlin que las estratagemas de Zelensky. La cuestión de las fronteras y los derechos de las minorías nacionales podría resolverse fácil y democráticamente si no fuera por las intrigas reaccionarias de los oligarcas y los imperialistas. Cada día está más claro que los obreros ucranianos son enviados al matadero bajo las órdenes de Washington y en beneficio de Wall Street. Deben unirse a la clase obrera rusa para poner fin a esta locura; cualquier otra cosa sólo conducirá a una mayor carnicería y opresión. ¡Por el derecho a la autodeterminación de rusos, ucranianos, chechenos y cualquier otra minoría nacional!
En Occidente los obreros han sido bombardeados con propaganda sobre la necesidad de sacrificarse en nombre de la cruzada de la OTAN por la democracia en Ucrania. Lo mejor que puede hacer el proletariado de EE.UU., Alemania, Gran Bretaña y Francia para defender sus propios intereses y los de los obreros del mundo es luchar contra los parásitos financieros y los monopolios que los desangran en casa. Para ello deben barrer a la camarilla reaccionaria de dirigentes sindicales y socialdemócratas que son leales a esas mismas fuerzas. Sus traiciones en casa son inseparables de su campaña para instalar la “democracia” en el extranjero con los tanques y las bombas de la OTAN. Estos traidores se habrían ido hace tiempo si no fuera por el pantano pacifista y centrista que habla de “paz”, “lucha sindical” e incluso “socialismo”, pero se aferra a los faldones de los belicistas y los sirvientes declarados del imperialismo. Un movimiento antiguerra sólo vale la pena si excluye a los conciliadores del socialchovinismo en el movimiento obrero. ¡Abajo las sanciones contra Rusia! ¡Abajo la UE y la OTAN! ¡Por los estados unidos soviéticos de Europa!
Un número creciente de trabajadores en América Latina, Asia y África mira a Rusia como una fuerza contra el imperialismo. Esta fe está fuera de lugar y no hará nada para liberarlos del yugo de EE.UU., Europa Occidental y Japón. Putin no es un antiimperialista y no será un aliado en la lucha por la liberación nacional de ningún país. Precisamente por eso AMLO, el sudafricano Ramaphosa, el indio Modi y el chino Xi simpatizan con él o no le son abiertamente hostiles. El apoyo a Putin adormece a la clase obrera del “Sur Global” con la ilusión de que puede mejorar sus condiciones de vida y liberarse del imperialismo sin una lucha revolucionaria. A la menor señal de levantamiento de las masas oprimidas del mundo, los dirigentes reaccionarios del “Sur Global” mirarán hacia los mismos imperialistas que hoy denuncian. La verdadera fuerza antiimperialista son los obreros de Ucrania, Rusia y Occidente. Ellos y los obreros del mundo sólo pueden unirse en torno a una bandera internacionalista común oponiéndose a toda opresión nacional, ya sea a manos de las grandes potencias o de las propias naciones oprimidas. ¡Nacionalizar las propiedades imperialistas! Proletarios del mundo, ¡uníos!
China: Cinturón estalinista o ruta proletaria
Mientras que la dinámica que permitió a China crecer y prosperar en los últimos 30 años se desmorona cada vez más rápidamente, la fe del PCCh en el capitalismo de libre mercado global permanece inquebrantable. En su intervención en el Foro Económico Mundial de Davos en 2022, Xi Jinping argumentó:
Desafortunadamente para el PCCh, el futuro del “sistema multilateral de comercio” depende ante todo de las acciones de Estados Unidos, el cual no puede permitir que persistan las tendencias actuales. O forzará concesiones del resto del mundo para apuntalar su posición en la cima o derrumbará todo el edificio con su caída.
Durante más de una década las tensiones entre Estados Unidos y China han ido en aumento. Estados Unidos ha ido escalando la presión a medida que se ha hecho más evidente que China no se está desplazando hacia una democracia liberal, sino que se está convirtiendo en un verdadero competidor económico y militar. El aumento de la presión empuja al PCCh a reforzar su control interno de la economía y la disidencia política (por ejemplo, Hong Kong) y a fortalecer su posición militar. Esto, a su vez, lleva a Estados Unidos a apretar aún más las tuercas. Esta dinámica acelerada ha llevado al máximo las tensiones entre Estados Unidos y China en varias décadas, amenazando con un conflicto militar abierto.
En caso de que esto ocurra, el proletariado internacional tiene el deber de defender incondicionalmente a China. Los imperialistas son rabiosamente hostiles a China precisamente por el progreso económico y social que ha permitido el núcleo colectivizado de su economía. Esto es lo que la clase obrera debe defender. Pero debe hacerlo según sus propios métodos y objetivos, no los de la burocracia parasitaria del PCCh.
Trotsky explicó en relación a la Unión Soviética que “la verdadera defensa de la U.R.S.S. consiste en debilitar las posiciones del imperialismo, y en consolidar las del proletariado y las de los pueblos coloniales del mundo entero” (La revolución traicionada, 1936). Esta estrategia —totalmente aplicable a la China actual— no podría ser más diferente de la que sigue el PCCh, que busca ante todo mantener el statu quo. Para empezar, trata de restaurar las relaciones con Estados Unidos apoyándose en capitalistas estadounidenses como Bill Gates, Elon Musk y Jamie Dimon, representantes de la misma clase que oprime al mundo y trata de dominar a China. Tales maniobras sólo pueden aumentar la hostilidad de los obreros estadounidenses hacia China, alienando al mayor aliado potencial de la RPCh en la lucha contra el imperialismo estadounidense. En cuanto a los pueblos oprimidos del “Sur Global”, el PCCh no defiende su liberación, sino alianzas ilusorias con las élites de esos países. Esos sinvergüenzas interesados seguro abandonarán China a la primera dificultad o si los imperialistas les ofrecen un soborno mejor.
Hay voces en la burocracia china que adoptan un tono más beligerante, considerando el fortalecimiento del Ejército Popular de Liberación (EPL) como la forma más segura de defender a China. Uno no puede sino aplaudir el aumento de las capacidades técnicas y de combate del EPL. Pero los asuntos militares no pueden separarse de la política, y también en este terreno los intereses conservadores de la casta gobernante minan a China. Un pilar clave de la estrategia de defensa del EPL es negar a Estados Unidos el acceso a la llamada “primera cadena de islas” alrededor de China. Para ello desarrolla capacidades de ataque de largo alcance y busca el control militar de estas islas. Pero en cualquier conflicto, el apoyo del proletariado de los países circundantes sería mucho más decisivo que la posesión de cualquier número de pequeñas rocas deshabitadas.
La única manera de echar realmente a los imperialismos estadounidense y japonés del Mar de China Oriental y el Meridional es mediante una alianza antiimperialista de obreros y campesinos que abarque toda la región. Pero el PCCh, con su estrategia nacionalista, no ha hecho ningún intento de ganar a su causa a los obreros de Filipinas, Japón, Vietnam e Indonesia. Por el contrario, ha hecho el juego a la campaña anti-RPCh de los imperialistas centrándose únicamente en las ventajas militares a corto plazo, mientras desprecia tanto los sentimientos nacionales como los antagonismos internos de clase de los países vecinos.
En ninguna parte es esto más cierto que en la cuestión de Taiwán. Los obreros de Taiwán han sufrido una brutal opresión bajo la bota de su clase capitalista. Pero en lugar de animarlos a luchar por sus propios intereses de clase contra los imperialistas y la burguesía local, la estrategia del PCCh se basa en convencer a la burguesía de Taiwán de que se someta voluntariamente a su dominio y se una a la República Popular China. Para ello, el partido se compromete a mantener las relaciones económicas y la administración política capitalistas en Taiwán bajo su política de “un país, dos sistemas”. A los obreros, el PCCh no les ofrece la liberación, sino su apoyo al mantenimiento de la explotación capitalista y la bota represiva estalinista. No es sorprendente que esta propuesta de “perder-perder” haya hecho poco por ganar a las masas taiwanesas a la reunificación.
El plan B del PCCh es la intervención militar directa que, aunque podría ser exitosa respecto a la reunificación de Taiwán, tendría enormes costos, sobre todo si se enfrenta a la hostilidad de la clase obrera local. Si el PCCh siguiera este camino, los trotskistas defenderíamos al EPL contra los capitalistas taiwaneses y los imperialistas, pero lo haríamos luchando por una estrategia revolucionaria proletaria. Contra el esquema en bancarrota de “un país, dos sistemas”, los trotskistas luchamos por la reunificación revolucionaria, es decir, la reunificación mediante una revolución social contra el capitalismo en Taiwán y una revolución política contra la burocracia en la China continental. Esta estrategia unificaría a los obreros de China en torno a un interés nacional y de clase común. No sólo echaría por tierra la alianza anticomunista entre la burguesía estadounidense y la taiwanesa, sino que transformaría a China en un faro para los pueblos oprimidos de todo el mundo en su lucha contra el imperialismo.
Aunque hoy el PCCh sigue proclamando su lealtad tanto al socialismo como al capitalismo, no hay que contar con que esto siga siendo así por mucho tiempo. Hay poderosas fuerzas vinculadas a los capitalistas chinos y extranjeros que desean acabar con cualquier rastro de control estatal y abrir de nuevo China al pillaje imperialista. ¡Hay que luchar a muerte contra este resultado! Pero también hay corrientes dentro de la casta dirigente que, bajo la presión del descontento de la clase obrera, podrían desplazar al partido muy a la izquierda, tomando medidas enérgicas contra los capitalistas y desempolvando la retórica antiimperialista e igualitaria del maoísmo tradicional. Pero al igual que con las reformas de mercado de Deng, los intentos de Mao de una autarquía igualitaria basada en una movilización de masas frenética no pudieron superar el dominio económico del imperialismo mundial sobre China. De hecho, los desastres de las políticas de Mao llevaron a la RPCh al borde del colapso y condujeron directamente al giro del PCCh de la “reforma y apertura”.
Los virajes del PCCh sólo reflejan diferentes medios con los que la casta burocrática parasitaria trata de mantener su posición privilegiada dentro de los confines de un estado obrero aislado. Contrariamente a las afirmaciones del PCCh, desde Mao hasta Xi, el socialismo no puede construirse en un solo país, ni es posible la coexistencia pacífica con el imperialismo. El único camino hacia delante para la clase obrera china es unirse en un partido construido sobre los verdaderos principios marxistas-leninistas de independencia de clase, internacionalismo y revolución mundial, y barrer a los interesados burócratas del PCCh. ¡Derrocar a los burócratas! ¡Defender a China contra el imperialismo y la contrarrevolución!
VI. La lucha por una dirección revolucionaria
Al tiempo que el mundo entra en un nuevo periodo histórico de crisis, la clase obrera se encuentra políticamente desarmada. En todas partes está dirigida por burócratas y traidores que han supervisado una derrota tras otra. Ante los gigantescos desafíos que se avecinan, se plantea con la mayor urgencia la tarea de forjar direcciones de la clase obrera que representen verdaderamente sus intereses. ¿Cómo forjar esas direcciones? Ésta es la cuestión central a la que se enfrentan hoy los revolucionarios. Las inevitables convulsiones sociales y políticas de los próximos años levantarán a las masas contra sus actuales dirigentes y presentarán oportunidades para realineamientos radicales en el movimiento obrero. Pero estas ocasiones se desperdiciarán sin cuadros revolucionarios preexistentes que hayan rechazado las políticas fallidas de los últimos 30 años y planteen correctamente las tareas de hoy.
La lección central del leninismo
En La revolución permanente (1929), Trotsky escribió de Lenin: “la lucha por la política independiente del partido proletario constituyó la aspiración principal de su vida”. Es precisamente esta concepción central del leninismo la que es repudiada por cada nueva oleada de revisionismo. Aunque adopta una forma distintiva según las presiones dominantes de la época, el revisionismo siempre consiste en el fondo en la subordinación del proletariado a los intereses de clases ajenas.
La concepción de Lenin del partido de vanguardia tomó su forma madura tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando los partidos de la II Internacional, que habían jurado oponerse a la guerra, patrióticamente se alinearon de manera abrumadora detrás de sus propios gobiernos. En sus obras durante la guerra, Lenin mostró cómo esta traición histórica no surgió de la nada, sino que fue preparada por el periodo precedente de ascenso imperialista y estaba arraigada en él. La explotación de incontables millones por unas cuantas grandes potencias generó superganancias que se utilizaron para cooptar a las capas superiores de la clase obrera. En sus hábitos, ideología y objetivos, este estrato se alinea con la burguesía en contra de los intereses de la clase obrera. La capitulación al por mayor de la socialdemocracia demostró que la tendencia pro capitalista en el movimiento obrero no sólo se había vuelto dominante, sino que había paralizado o cooptado a la mayoría de lo que había sido el ala revolucionaria de la Internacional.
De esta experiencia Lenin sacó la conclusión de que la unidad con los elementos pro capitalistas del movimiento obrero significaba la subordinación política a la propia clase capitalista y traicionaba necesariamente la lucha por el socialismo. La mayor parte de su fuego se dirigió contra los centristas en el movimiento obrero, quienes no habían rechazado abiertamente los principios del socialismo pero que, sin embargo, trataban de mantener la unidad a toda costa con los traidores abiertos a la clase obrera. Lenin insistía en que los centristas eran el principal obstáculo para construir un partido capaz de dirigir a las masas por el camino de la revolución. Mientras que esta lección fue decisiva para el éxito de la Revolución de Octubre en Rusia, el no haberla asimilado a tiempo en Alemania condujo a la derrota del Levantamiento Espartaquista de 1919. De las cenizas de la guerra y la revolución, la III Internacional se fundó sobre el principio de que cualquier partido que pretendiera luchar por la revolución debía escindirse política y organizativamente de las alas pro capitalistas y centristas del movimiento obrero.
Cuando la oleada revolucionaria de posguerra retrocedió, sobrevino un periodo de estabilización capitalista que dejó a la Unión Soviética aislada en la escena mundial. En este contexto surgió el estalinismo, que rechazó el componente esencial del leninismo: la independencia política de la clase obrera. En lugar de confiar en la extensión de la revolución por parte de la clase obrera internacional para defender a la URSS, Stalin se apoyó cada vez más en otras fuerzas de clase. Ya fueran los kulaks, el Guomindang en China, la burocracia sindical británica o los propios imperialistas, Stalin llegó a acuerdos que sacrificaban los intereses a largo plazo de la clase obrera en favor de supuestas ventajas a corto plazo. Lejos de fortalecer a la Unión Soviética, esto condujo a un sangriento desastre tras otro, socavando la posición general del proletariado internacional.
La lucha de Trotsky por una oposición de izquierda y por una nueva IV Internacional fue una continuación del leninismo precisamente en el sentido de que luchó por construir un partido de vanguardia internacional contra las tendencias socialdemócratas y estalinistas del movimiento obrero. El exterminio físico de sus cuadros, incluido el propio Trotsky, condujo a la desorientación política y la derrota en las aperturas revolucionarias que siguieron tras la carnicería de la Segunda Guerra Mundial. La consecuencia fue el fortalecimiento del estalinismo y el imperialismo mundial. Fueron estas derrotas históricas y el fracaso desde entonces en reforjar la IV Internacional lo que condujo a más reveses catastróficos hasta llegar a la destrucción de la propia Unión Soviética.
Periodo postsoviético:
Los “marxistas” se liquidan en el liberalismo
En la época de la contrarrevolución en la Unión Soviética, las fuerzas que reivindicaban el manto del trotskismo se mantuvieron abrumadoramente al margen y observaron o vitorearon activamente cómo se destruían las conquistas restantes de la Revolución de Octubre. La LCI de manera única luchó por el programa de Trotsky de defensa de la Unión Soviética y revolución política contra la burocracia estalinista. A pesar de su diminuto tamaño y sus debilidades políticas (ver el documento sobre la revolución permanente, pág. 72), la LCI estuvo en su puesto cuando se enfrentó a la prueba decisiva de la época. Pero su debilidad y aislamiento dicen mucho sobre el miserable estado de la izquierda revolucionaria en los albores del nuevo periodo histórico.
Las consecuencias del colapso de la Unión Soviética fueron devastadoras para todos los que se reclamaban marxistas. El rápido viraje del mundo hacia la derecha —no hacia el bonapartismo o el fascismo, sino hacia el liberalismo— creó una enorme presión hacia el liquidacionismo organizativo y político. Con este giro en la situación mundial, la tarea era reconstruir lenta y pacientemente una vanguardia obrera revolucionaria basada en las lecciones de las recientes derrotas proletarias y en oposición política al liberalismo. Aunque la LCI fue capaz de explicar el colapso soviético, al igual que el resto de la izquierda “marxista” rechazó construir una alternativa revolucionaria al liberalismo (ver el documento en la pág. 7).
Al adaptarse al liberalismo y no luchar por trazar una vía obrera independiente hacia delante, la izquierda “marxista” se quedó sin brújula ante la estabilidad y la relativa prosperidad del nuevo periodo. Para justificar su existencia, recurrió al alarmismo y a señalar atrocidades específicas o políticas reaccionarias para “probar” que el imperialismo mantenía su carácter reaccionario. Esto simplemente encajaba con el liberalismo dominante, que no tenía ningún problema con que los críticos quisieran frenar “excesos” como la guerra y el racismo en el contexto de la explotación “pacífica” del mundo a través de la expansión del capital financiero.
Las guerras, la austeridad y las opresiones nacional y racial en el periodo postsoviético fueron, por supuesto, motivos para que los obreros y la juventud se rebelaran. Pero para que esta revuelta adquiriera un contenido revolucionario, era necesario exponer cómo la dirección liberal que dominaba estas luchas diversas era un obstáculo para hacerlas avanzar. Era necesario exacerbar las contradicciones entre el sentimiento legítimo de revuelta y la lealtad de los liberales al sistema que engendraba estas plagas. La tarea consistía en hacer que estos movimientos rompieran con sus direcciones liberales. Pero ninguna de las llamadas organizaciones marxistas identificó siquiera esta tarea. En su lugar, los “revolucionarios” se aferraron a cada ola de oposición liberal al statu quo que surgía, dando una ligera coloración marxista a lo que eran movimientos burgueses.
Las organizaciones “trotskistas” más derechistas renunciaron a la mayoría de sus pretensiones marxistas y construyeron el ala izquierda del neoliberalismo, ya fueran partidos verdes, el Partido Demócrata estadounidense, el Partido Laborista británico o el PT brasileño. Los mandelistas franceses —pretendientes a la IV Internacional— liquidaron su Ligue communiste révolutionnaire, y la sustituyeron por el amorfo Nouveau Parti anticapitaliste (NPA), cuyo objetivo declarado era simplemente crear “una alternativa estratégica al social-liberalismo suave” (Daniel Bensaïd) y ya no la revolución obrera. Otros se refugiaron en el peor de los sectarismos. Los northistas (conocidos por su World Socialist Web Site) proclamaron que, en la época de la globalización, los sindicatos eran “simplemente incapaces de desafiar seriamente a las corporaciones organizadas internacionalmente” y que, por tanto, se habían vuelto totalmente reaccionarios. A pesar de toda su verborrea radical, esta posición antisindical simplemente deja sin reto a la dirección liberal de los sindicatos.
En cuanto a los grupos más centristas, como la LCI y el Grupo Internacionalista (GI), siguieron proclamando la necesidad de una dirección revolucionaria y de “romper con el reformismo” en general, pero lo abstrajeron totalmente de la necesidad de escindir a la izquierda respecto al liberalismo, la principal tarea política para cohesionar un partido revolucionario en esa nueva época. Necesariamente, las polémicas de la LCI y el GI contra el resto de la izquierda (y entre sí) se basaron en principios atemporales y jerga abstracta, no en orientar la lucha de clases sobre líneas revolucionarias.
El resultado de 30 años de desorientación y capitulación ante el liberalismo habla por sí solo. Hoy, cuando comienza una nueva época, las organizaciones que dicen defender la revolución están escindidas, débiles y escleróticas (literal y metafóricamente), sin apenas influencia en el curso de la lucha de la clase obrera. Siguen estancadas en el mismo molde en el que han trabajado sin éxito durante décadas.
La lucha por la IV Internacional hoy
La lucha por la revolución hoy debe basarse en una comprensión correcta de las características clave de la época. El imperialismo estadounidense sigue siendo la potencia dominante y el orden mundial que ha construido continúa definiendo la política mundial. Dicho orden está siendo desafiado no por el ascenso agresivo de potencias imperialistas rivales, sino por la pérdida relativa de peso económico y militar de todos los países imperialistas a favor de China —un estado obrero deformado— y de potencias regionales que tienen cierto grado de autonomía, pero continúan siendo dependientes y oprimidas por el imperialismo mundial. La dinámica actual apunta a una mayor inestabilidad económica y política en todo el mundo y a conflictos regionales (Ucrania, Taiwán, etc.) con implicaciones globales potencialmente catastróficas. La presión sobre el orden mundial aumenta rápidamente, al igual que la presión interna dentro de cada país.
La forma más clara que tiene el imperialismo estadounidense de recuperar la iniciativa es asestar un golpe demoledor a China. La burocracia del PCCh ha fomentado enormes contradicciones dentro de China al hacer un acto de equilibrio entre el imperialismo mundial, una creciente clase capitalista y el proletariado más poderoso del planeta. El desquebrajamiento del equilibrio postsoviético exacerbará estas contradicciones. El control del PCCh no es tan sólido como aparenta, especialmente ante el malestar interno (como se ha visto en las pequeñas pero significativas protestas contra los brutales confinamientos del PCCh). La clase obrera no permanecerá pasiva mientras sus condiciones económicas no sólo se estancan, sino que empiezan a empeorar. Tampoco los capitalistas chinos aceptarán pasivamente que los exprima la burocracia. A fin de cuentas, China caerá ante la contrarrevolución como la URSS o el proletariado se levantará, barrerá a la burocracia y establecerá la democracia proletaria mediante una revolución política. Es imposible predecir cuándo se decidirá esto. Cualquier enfrentamiento estará seguramente precedido de violentos zigzags de la burocracia para reprimir tanto a los contrarrevolucionarios como el descontento de la clase obrera. La tarea de los revolucionarios respecto a China es defender las conquistas de la Revolución de 1949 contra la contrarrevolución y la agresión imperialista, mostrando al mismo tiempo cómo la burocracia socava estas conquistas a cada paso traicionando la lucha por la revolución internacional.
La lucha de Estados Unidos y sus aliados imperialistas por mantener su control sobre el orden mundial tendrá un costo social cada vez mayor para sus propias poblaciones. El tejido social de las potencias imperialistas ya se está pudriendo desde dentro. El equilibrio mantenido por el crédito barato, las ganancias de los monopolios y las burbujas especulativas ya no es sostenible, pues los niveles de vida están siendo aplastados. Varios países occidentales han dado muestras de un descontento creciente de la clase obrera. Francia ha sido el más explosivo, pero incluso países como Estados Unidos y Gran Bretaña han visto un aumento de la lucha sindical.
Aunque las primeras oleadas de estas luchas están siendo derrotadas, la presión no hará sino aumentar en la base de los sindicatos. Se hará más evidente que ninguno de los problemas a los que se enfrenta la clase obrera puede resolverse mediante ajustes paliativos al statu quo. Esto planteará de forma cada vez más aguda la necesidad de una dirección sindical que pueda conducir a la clase obrera por el camino de la lucha revolucionaria. El principal obstáculo que impide esto son los denominados “revolucionarios” que apoyan a dirigentes sindicales un poco más de izquierda pero que son pro capitalistas, en lugar de construir oposiciones basadas en un programa revolucionario. Sólo en la lucha contra tal centrismo será posible hacer que los sindicatos rompan con sus actuales direcciones pro capitalistas.
A medida que se acumulan las amenazas, el liberalismo se vuelve cada vez más rabioso e histérico. Esto refleja que la pequeña burguesía liberal se aferra desesperadamente al statu quo. Pero también refleja un miedo legítimo entre los oprimidos ante la creciente reacción derechista. Los revolucionarios en Occidente deben comprender que para luchar contra la creciente reacción es necesario romper con el liberalismo que encadena a los movimientos en defensa de los inmigrantes, las minorías raciales, las mujeres y otras personas sexualmente oprimidas. No basta criticar con retórica marxista ciertos elementos aislados de los programas de estos movimientos, como la reforma de la policía o las apelaciones al estado. Sólo mostrando en la práctica cómo el liberalismo es un obstáculo directo para el avance de las luchas de los oprimidos se puede romper su control sobre las masas. Esto no puede hacerse desde la barrera, sino desde dentro de la lucha, dando una respuesta clasista a cada manifestación de la tiranía capitalista.
Las sacudidas del orden mundial golpearán más duramente a los países en la base de la pirámide. La perspectiva de una vida mejor, que parecía una posibilidad no tan lejana, se extingue ahora para cientos de millones de personas. Las nuevas capas obreras de Asia, África y América Latina representan el mayor peligro para el capitalismo. Las masas del “Sur Global” han abandonado cada vez más el aislamiento de las aldeas y están urbanizadas, alfabetizadas y conectadas con el mundo. Su creciente papel en la producción mundial les confiere un enorme poder, aunque su única perspectiva es un mayor empobrecimiento. Es esta marejada de marginados la que empuja a las fuerzas populistas al primer plano. Las débiles clases capitalistas de estos países deben encontrar un equilibrio entre la presión desde abajo, que amenaza con barrerlas, y la presión de sus amos imperialistas que controlan los flujos internacionales de capital. La demagogia izquierdista y el oscurantismo religioso han demostrado hasta ahora su eficacia para mantener a raya el descontento social. Pero cuando esto falla, la dictadura militar no es una posibilidad lejana.
En los países oprimidos por el imperialismo, la lucha por la emancipación nacional de las garras de las grandes potencias y la resolución de otras tareas democráticas básicas desempeñan un papel decisivo. A medida que estas luchas se intensifiquen, se demostrará a cada paso que las burguesías nacionales desempeñan un papel traicionero, sacrificando la liberación nacional y la emancipación de la clase obrera y el campesinado en el altar de la propiedad privada. Los revolucionarios deben entrar en la refriega y mostrar a cada paso cómo sólo la clase obrera a la cabeza de todos los oprimidos puede conducir a la liberación.
En ningún caso la lucha contra gobiernos autoritarios u oscurantistas puede justificar la más mínima concesión o alianza con alternativas liberales modernizantes y pro imperialistas. Eso sólo fortalecería a la reacción al tiempo que ataría las fuerzas pro reforma democrática al imperialismo. En los países donde la burguesía se pinta con colores “antiimperialistas” de izquierda, es necesario desenmascarar su hipocresía mentirosa impulsando la lucha contra el imperialismo. Nada puede ser más estéril y contraproducente que quedarse al margen y predicar la revolución. Es obligatorio defender cualquier reforma que atente contra los intereses imperialistas. Pero esto no debe justificar en ningún caso el apoyo al populismo burgués. La clase obrera debe defender su independencia a toda costa, dejando siempre claro que combate al imperialismo con sus propios métodos y objetivos, los de la lucha de clases revolucionaria.
Las fuerzas que luchan por la revolución internacional son hoy minúsculas. Es esencial un reagrupamiento de fuerzas en torno a un programa y una perspectiva claros. Ofrecemos el presente documento como una contribución al proceso de reconstrucción y reagrupamiento de fuerzas para la IV Internacional. La LCI ha estado sumida en controversias internas y desorientación política, pero avanza confiada en que el proceso de consolidación que ha iniciado le dará un papel crucial en el próximo periodo de agitación y conflictos sociales. Como explicó Trotsky:
¡Adelante hacia una IV Internacional reforjada, partido mundial de la revolución socialista!