¿QUÉ ES LA REVOLUCIÓN PERMANENTE?

El siguiente documento fue adoptado por la VIII Conferencia Internacional de la LCI.

La época del imperialismo se caracteriza por la división del mundo entre un gran número de países oprimidos y un puñado de países opresores que dominan económica y militarmente. La situación mundial actual se caracteriza por la hegemonía del imperialismo estadounidense que, en alianza con las demás potencias imperialistas (Alemania, Gran Bretaña, Francia, Japón), subyuga a la enorme masa de la población mundial mediante la exportación de capital financiero. Los viejos tiempos de los imperios coloniales, con su saqueo desnudo y abierto de las colonias, han cedido su lugar al pillaje de países formalmente independientes, pero que en realidad son neocolonias o estados dependientes sometidos por el chantaje económico y militar de las “grandes” potencias.

En la mayoría de los países de África, Asia, América Latina y Europa Oriental, no es la burguesía nacional sino los imperialistas quienes controlan y dictan todos los aspectos de la vida económica y política, obstruyendo e impidiendo el desarrollo económico, nacional y cultural. Los préstamos, la expoliación de los recursos naturales, la mano de obra barata, la política monetaria, etc. son medios con los que la oligarquía financiera y los monopolios imperialistas refuerzan su dominación, cobran tributos a toda la sociedad y mantienen a estos países en un estado de miseria.

En estos países, la industria moderna es producto del capital extranjero. La tecnología de punta en la industria y la agricultura coexiste con relaciones sociales precapitalistas. Fábricas, ferrocarriles, minas y puertos surgen en los mismos lugares donde la tierra aún es arada por bueyes de agua y herramientas de madera. El papel dominante desempeñado por el capital extranjero le confiere a la burguesía nacional un carácter extremadamente débil: sólo es capaz de alcanzar parcialmente la altura de clase dominante, por lo que permanece atrapada en una posición de clase semidirigente y semioprimida. Al mismo tiempo, el capital extranjero proletariza a la población, creando una clase obrera que llega a desempeñar un papel central en la vida del país. La creación de poderosos sindicatos y, a menudo, de partidos obreros representa una fuerza poderosa que puede hacer retroceder la explotación imperialista y enfrentarse a las frágiles burguesías y gobiernos nacionales.

El atraso de la economía nacional, la corrupción absoluta de los gobiernos locales, las innumerables divisiones étnicas y religiosas, la supervivencia de relaciones precapitalistas: todas estas condiciones, mantenidas y reforzadas por la dominación extranjera, crean un vínculo inseparable entre la liberación social de las masas trabajadoras y la emancipación nacional. Es la resistencia a esta miseria y humillación nacional, así como las aspiraciones a la tierra, la democracia y el desarrollo económico, lo que impulsa la lucha de las masas obreras y campesinas hacia delante, dando a sus reivindicaciones más básicas un carácter explosivo.

El desarrollo y la modernización de los países neocoloniales requieren la resolución de tareas democráticas básicas: el desarrollo de la industria nacional y de un mercado interno necesita la unificación y la emancipación nacionales, así como la reforma agraria. La burguesía nacional tiene un interés objetivo en la resolución de estas cuestiones para mejorar su posición social como clase dominante. Pero cada una de estas cuestiones requiere enfrentarse a la subyugación imperialista. Dada su debilidad frente a los imperialistas, cuando la burguesía nacional intenta resistir al capital extranjero, se ve obligada en mayor o menor grado a apoyarse en el proletariado y en toda la nación. Al mismo tiempo, como clase propietaria, es consciente de que el proletariado representa una amenaza para sus intereses de clase. Para protegerlos, se ve obligada a apoyarse en los imperialistas, a los que está atada por miles de lazos. Así, incapaz de desempeñar un papel independiente, la burguesía nacional se balancea entre estas dos fuerzas más poderosas. Trotsky lo explica:

“En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno gira entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capitalismo extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros”.

—“La industria nacionalizada y la administración obrera” (mayo de 1939)

Basándose en el ímpetu de los obreros en casa, y dada una relación de fuerzas internacional favorable, la burguesía nacional puede llevar a cabo nacionalizaciones, reformas agrarias y otras medidas progresistas contra los imperialistas destinadas a defender la independencia nacional y desarrollar la economía nacional. La nacionalización del petróleo en México en 1938 bajo Lázaro Cárdenas o la toma del Canal de Suez en Egipto bajo Gamal Abdel Nasser en 1956 son dos ejemplos clásicos de este proceso. Pero la burguesía lleva a cabo tales medidas para sus propios fines y con sus propios métodos. Trata de mantenerse a la cabeza de la lucha de liberación nacional para contener y canalizar las aspiraciones sociales y económicas de los oprimidos dentro de límites aceptables para su dominio de clase, con el fin de mejorar su propia posición como clase semidirigente frente a los imperialistas.

Las burguesías de los países sometidos son plenamente conscientes de que una lucha seria contra el imperialismo exigiría tal levantamiento revolucionario de las masas que sería una amenaza para la propia burguesía nacional. Trotsky explicó:

“Una revolución democrática o la liberación nacional pueden permitir a la burguesía profundizar y extender sus posibilidades de explotación. La intervención autónoma del proletariado sobre la arena revolucionaria amenaza con arrebatarle todas las posibilidades”.

La III Internacional después de Lenin(1928)

Al movilizar a las masas tras de sí, la burguesía debe mantener un estricto control sobre ellas, aplastando a los partidos revolucionarios, manteniendo un férreo control sobre los sindicatos a través de la burocracia y, a veces, integrándolos directamente al estado, patrocinando la creación de organizaciones campesinas controladas por el estado, etc. La lucha de clases, la toma de tierras, los intentos de formar sindicatos y organizaciones campesinas independientes: cualquier esfuerzo de acción antiimperialista independiente por parte de las masas se topa con la represión sangrienta. De este modo, al suprimir la única fuerza que puede lograr la auténtica emancipación nacional y la modernización —la clase obrera aliada con el campesinado—, la burguesía nacional no sólo impide la revolución social, sino que sabotea a cada paso la lucha antiimperialista, traicionándola y allanando el camino a la reacción imperialista. Debido a sus vínculos con la propiedad capitalista y a la necesidad de defender sus intereses de clase contra las masas proletarias, la burguesía nacional no sólo es incapaz de resolver las tareas de la emancipación nacional y la revolución agraria, sino que desempeña un papel completamente reaccionario en este proceso.

Sólo el proletariado, agrupando tras de sí a las masas campesinas y a la pequeña burguesía urbana, es capaz de romper el yugo del capital extranjero, terminar la revolución agraria y establecer la plena democracia para los trabajadores en la forma de un gobierno obrero y campesino. Como Trotsky explicó en relación a Rusia en La revolución permanente (introducción a la primera edición en ruso, 1929):

“Nuestra revolución burguesa —decía yo como conclusión— sólo puede cumplir radicalmente su misión siempre y cuando que el proletariado, respaldado por el apoyo de los millones de campesinos, consiga concentrar en sus manos la dictadura revolucionaria.

“¿Cuál había de ser el contenido social de dicha dictadura? En primer lugar, implantaría en términos radicales la revolución agraria y la transformación democrática del estado. En otras palabras, la dictadura del proletariado se convertiría en el instrumento para la realización de los fines de una revolución burguesa históricamente retrasada. Pero las cosas no podían quedar aquí. Al llegar al poder, el proletariado veríase obligado a hacer cortes cada vez más profundos en el derecho de propiedad privada, abrazando con ello las reivindicaciones de carácter socialista”.

La llegada al poder del proletariado en un país no completa la revolución, sino que sólo la inicia. Para modernizar los países atrasados, para desarrollar una industria y un mercado nacionales, para sacar a las masas de la miseria se requiere el más alto nivel de tecnología y productividad y el acceso al mercado mundial —la división internacional del trabajo—, todo lo cual está bajo el control del imperialismo. Mientras subsista el imperialismo mundial, las conquistas de un solo país seguirán sometidas a la asfixia imperialista y bajo la amenaza constante de ser revertidas. La victoria de la revolución neocolonial y el desarrollo del socialismo requieren la derrota del imperialismo en la arena mundial, es decir, la extensión de la revolución a los centros imperialistas.

El primer paso hacia esta perspectiva es forjar partidos revolucionarios en los países subyugados cuya tarea principal sea arrebatar la dirección de la lucha antiimperialista de manos de la burguesía nacional. Esto sólo puede lograrse impulsando hacia delante la lucha por la liberación nacional hasta sus últimas consecuencias, exponiendo en el proceso ante las masas cada vacilación, capitulación y traición de la burguesía. La confiscación de los bienes de los imperialistas, sobre todo de sus bancos; la expropiación de los terratenientes, nacionales y extranjeros; el repudio de la deuda y de todo tratado de “libre” comercio: toda acción consecuente para hacer avanzar la lucha contra la esclavitud imperialista enfrenta a las masas con la burguesía, que, como señaló Trotsky, “siempre tiene detrás de sí una sólida retaguardia en el imperialismo, que siempre le ayudará con dinero, mercancías y proyectiles contra los obreros y campesinos” (“La revolución china y las tesis del camarada Stalin”, 1927). Explicó:

“Todo lo que ponga de pie a las masas de trabajadores oprimidos y explotados empuja inevitablemente a la burguesía nacional a un bloque abierto con los imperialistas. La opresión imperialista no debilita, sino que, al contrario, agudiza la lucha de clases entre la burguesía y las masas obreras y campesinas, al punto de la guerra civil sangrienta en cada conflicto serio”.

Al mismo tiempo, en la medida en que la burguesía trata de obtener concesiones de los imperialistas, los revolucionarios, manteniendo total independencia organizativa y política, apoyan tales medidas y deben tratar de movilizar al proletariado y el campesinado para que las lleven a cabo con sus propios objetivos y métodos:

¿Nacionalizaciones?

¡Ninguna indemnización! ¡Ocupar las fábricas, las minas, los ferrocarriles hasta que los imperialistas cedan!

¿Reforma agraria limitada y burocrática?

¡Comités de campesinos para apoderarse ellos mismos de la tierra!

¿Amenaza imperialista de “cambio de régimen”?

¡Armar a los obreros y campesinos!

En todos los casos, los trotskistas impulsan la acción independiente de las masas en el curso de la lucha por romper el control de la burguesía nacionalista.

Para combatir la influencia de la burguesía, es crucial combatir el nacionalismo, la principal herramienta ideológica que ésta utiliza para movilizar al proletariado y los oprimidos en torno a sus propios intereses. El nacionalismo enfrenta al proletariado con las minorías nacionales y con sus hermanos de clase de otras naciones oprimidas y, lo que es crucial, con la clase obrera de las naciones opresoras, impidiendo la unidad revolucionaria en la lucha contra el enemigo común, los imperialistas. Pero para liberar a las masas del nacionalismo, es necesario distinguir entre el nacionalismo del opresor —una expresión del chovinismo imperial— y el nacionalismo de los oprimidos —una reacción a la opresión—. Negar esta distinción es negar el deseo de emancipación de las masas. No se puede derrotar al nacionalismo predicando un internacionalismo abstracto. Sólo puede ser superado en la lucha, demostrando la traición de la burguesía nacional en el combate por la emancipación.

Los intereses del proletariado exigen la solidaridad completa de los obreros de todas las naciones. En los países imperialistas, los partidos revolucionarios deben inculcar al proletariado el entendimiento de que la emancipación de las naciones sometidas redunda en su propio interés objetivo: cada derrota de los imperialistas en el extranjero fortalece la posición del proletariado en casa. Los trotskistas deben luchar por una ruptura con los socialchovinistas dentro de las filas del movimiento obrero —los defensores de la OTAN y la Unión Europea, los burócratas sindicales que apoyan el tratado de “libre comercio” T-MEC en Norteamérica— y con los centristas que mantienen la unidad con los socialchovinistas. Sólo así se podrá superar la desconfianza y los prejuicios nacionalistas en las neocolonias. ¡El principal enemigo está en casa! ¡Echar a los burócratas sindicales proimperialistas! ¡Por la revolución obrera en los centros imperialistas!

Los partidos revolucionarios de las naciones oprimidas, al dirigir la lucha contra la opresión imperialista, deben educar a las masas trabajadoras en el espíritu de la unidad revolucionaria con el proletariado de las naciones opresoras. La unidad de las naciones oprimidas contra el imperialismo no puede realizarse bajo la tutela de las burguesías compradoras venales, para las cuales el “patriotismo” sólo significa la defensa de su propiedad privada, sino sólo bajo la dirección de la clase obrera aliada con el campesinado. ¡Expropiar todos los bienes imperialistas! ¡La tierra para quien la trabaja! ¡Por la liberación nacional y social!

La experiencia ha demostrado que, en circunstancias excepcionales, los movimientos guerrilleros de base campesina son capaces de derrotar al imperialismo en un solo país e incluso expropiar a la burguesía nacional (por ejemplo, China, Cuba, Laos, Vietnam). Sin embargo, la victoria de tales movimientos no puede conducir más que al establecimiento de regímenes burocráticos de tipo estalinista que mantienen su dominio mediante la represión brutal de las masas trabajadoras, mientras el país sigue sometido a las presiones del mercado mundial. El sello distintivo de estas burocracias estalinistas es su firme oposición a la extensión de la revolución socialista más allá de sus fronteras nacionales con la ilusoria esperanza de apaciguar al imperialismo. Defender y extender las conquistas de estas revoluciones exige una nueva revolución contra estos burócratas. Por lo tanto, las tareas de los revolucionarios expuestas anteriormente también se aplican a estos regímenes: los trotskistas deben tomar la dirección de la lucha antiimperialista de manos de los burócratas y dirigirla bajo la bandera del auténtico leninismo. ¡Defender a China, Corea del Norte, Laos, Cuba y Vietnam contra el imperialismo y la contrarrevolución! ¡Por la revolución política contra los traidores estalinistas! ¡Por el comunismo de Lenin y Trotsky!

El triunfo definitivo contra el imperialismo sólo puede asegurarse fusionando la lucha del proletariado en los países imperialistas contra su “propia” clase dominante y la de los trabajadores de las naciones oprimidas contra los mismos imperialistas y sus agentes locales.

¡Proletarios de todos los países y pueblos oprimidos, uníos!

LA REVISIÓN DE LA REVOLUCIÓN PERMANENTE POR LA LCI

Deformada al nacer

Desde sus inicios, la aproximación de la tendencia espartaquista al problema de la revolución en los países neocoloniales y las naciones oprimidas se ha basado en una revisión de la revolución permanente. Para comprender cómo y por qué fue así, es necesario examinar el contexto histórico y político en el que nuestra tendencia elaboró su estrategia.

El periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial estuvo marcado por un auge de las luchas de liberación nacional impulsadas por la desintegración de los imperios coloniales británico y francés y la autoridad reforzada de la URSS tras su victoria sobre la Alemania nazi. El mundo estaba dividido entre dos superpotencias que representaban dos sistemas sociales rivales: la URSS y el imperialismo estadounidense. En esta situación, los países oprimidos tenían cierto margen de maniobra, y muchos buscaron en la Unión Soviética apoyo militar y político en su lucha contra el imperialismo. Hasta finales de la década de 1970, las revueltas sacudieron el mundo neocolonial: China, Corea, Indochina, India, Chipre, Argelia, Cuba, el mundo árabe, Chile, etc. A la cabeza de estos movimientos se encontraban fuerzas burguesas y pequeñoburguesas. En la mayoría de los casos, el resultado de estas luchas fue la independencia formal bajo el dominio nacionalista burgués, aunque todavía bajo el yugo del imperialismo.

Durante todo este periodo, la estrategia de casi toda la izquierda marxista internacional consistió en apoyar, abierta o críticamente, a las direcciones nacionalistas de estos movimientos y a sus regímenes. La justificación era que la opresión imperialista de las colonias y las neocolonias otorgaba un papel objetivamente progresista a la burguesía nacional, y que la victoria de las fuerzas nacionalistas equivaldría a la realización de la revolución democrático-burguesa, abriendo así el camino al socialismo. Bajo el argumento de que el “proceso objetivo” forzaría a las direcciones nacionalistas burguesas y pequeñoburguesas hacia el socialismo, el papel de los revolucionarios se reducía a empujarlas hacia la izquierda. Éste fue el marco teórico de los partidos estalinistas y sus escisiones maoístas, así como de la Nueva Izquierda y de los seudotrotskistas (Michel Pablo, ex dirigente de la IV Internacional, acabó como asesor del gobierno burgués argelino de Ben Bella).

Se trataba de una negación absoluta de la dirección revolucionaria de la lucha de liberación nacional. Si el “proceso objetivo” conduciría a la liberación y el socialismo, entonces no había necesidad de partidos revolucionarios. En realidad, esta línea significaba atar al proletariado y las masas campesinas a la burguesía nacional, traicionando así la lucha antiimperialista y la revolución socialista. Para los revolucionarios, lo que se planteaba era proporcionar un programa para la acción independiente de las masas trabajadoras en pro de sus necesidades y aspiraciones como medio para avanzar la lucha antiimperialista y, en el proceso, emerger a la cabeza de estas luchas en contraposición a los nacionalistas y los estalinistas. Sólo sobre esa base habría sido posible desenmascarar el programa colaboracionista de clases de la izquierda como un obstáculo a la victoria contra el imperialismo e iniciar un proceso de escisiones y fusiones para forjar una auténtica corriente trotskista.

Sin embargo, la tendencia espartaquista no siguió este curso. Frente a la dirección burguesa de las luchas de liberación nacional y el seguidismo a los nacionalistas por parte de la izquierda, recurrimos a trazar una línea rígida y sectaria denunciando el nacionalismo en el mundo neocolonial como reaccionario hasta la médula. Partiendo del impulso correcto de oponernos a la liquidación de la izquierda, llegamos criminalmente a repudiar el núcleo de la revolución permanente: poner la lucha por la liberación nacional en el centro de la estrategia revolucionaria para el mundo neocolonial. Dejando de lado nuestras frases ortodoxas que resumían la revolución permanente, contrapusimos la liberación nacional a la lucha de clases y la revolución socialista. Así, rechazamos sistemáticamente el combate por la dirección comunista de la lucha de liberación nacional, reforzando el dominio de los nacionalistas y las fuerzas pequeñoburguesas sobre las masas. Este marco general equivalía, en el fondo, a una capitulación al imperialismo.

La liberación nacional: ¿Piedra en el zapato o palanca para la revolución?

He aquí dos ejemplos clásicos de la visión de la tendencia espartaquista sobre la cuestión nacional:

“En general, nuestro apoyo al derecho a la autodeterminación es negativo: oposición intransigente a toda manifestación de opresión nacional como medio hacia la unidad de la clase obrera, no como el cumplimiento del ‘destino manifiesto’ o la ‘herencia’ de una nación, ni como apoyo a naciones o nacionalismos ‘progresistas’. Apoyamos el derecho a la autodeterminación y las luchas de liberación nacional para eliminar la cuestión nacional de la agenda histórica, no para crear otra cuestión semejante”.

—“Tesis sobre Irlanda”, Spartacist (Edición en inglés) No. 24, otoño de 1977

Y:

“En las naciones oprimidas dentro de estados multinacionales, la cuestión de propugnar o no la independencia depende de la profundidad de los antagonismos nacionales entre los trabajadores de las distintas naciones. Si las relaciones se han envenenado al punto de hacer imposible la auténtica unidad de clase dentro de un poder estatal único, apoyamos la independencia como la única forma de eliminar la cuestión nacional del orden del día y poner en primer plano la cuestión de clase”.

—“El nacionalismo quebequense y la lucha de clases”, Spartacist Canada No. 12, enero de 1977

Este enfoque de la cuestión nacional se basaba en considerarla no como una palanca para la revolución socialista, sino como una piedra en el zapato, un problema irritante que había que eliminar para allanar el camino a la lucha de clases “pura”. Esto no tiene nada que ver con el marxismo. El planteamiento de los revolucionarios consiste en utilizar cada caso de opresión, cada crisis, cada acto de resistencia para forjar la unidad de la clase obrera en la lucha por derrocar a la burguesía. En este sentido, la resistencia contra la dominación extranjera en los países oprimidos constituye un poderoso martillo para hacer añicos el imperialismo mundial. Pero en lugar de hacer avanzar la lucha por el socialismo sobre la base de las luchas sociales y nacionales reales que ocurrían, la tendencia espartaquista, de manera sectaria y doctrinaria, trató de proyectar sobre la realidad viva su propia versión idealizada de la lucha de clases, purgada de cualquier “inconveniente” nacional.

Tal enfoque de la cuestión nacional no es una novedad en la historia del movimiento comunista. Lenin lo combatió toda su vida, en particular contra los supuestos socialistas que miraban con desdén el Levantamiento de Pascua de Dublín de 1916 y lo desechaban como un mero “putsch” [golpe de estado]. En “Balance de la discusión sobre la autodeterminación” (julio de 1916) Lenin incluyó una sección sobre la rebelión irlandesa (la cual nosotros mismos reimprimimos, sin darnos cuenta de que todo su contenido iba dirigido contra nosotros). Lenin explica:

“Los puntos de vista de los enemigos de la autodeterminación llevan a la conclusión de que se ha agotado la vitalidad de las naciones pequeñas oprimidas por el imperialismo, de que no pueden desempeñar papel alguno contra el imperialismo, de que el apoyo a sus aspiraciones puramente nacionales no conducirá a nada, etc.”.

Aunque no rechazábamos el derecho a la autodeterminación, todo nuestro enfoque estaba moldeado por la idea de que nada bueno saldría del “problema nacional”. Lenin continúa:

“Quien denomine putsch a una insurrección de esa naturaleza es un reaccionario de marca mayor o un doctrinario incapaz en absoluto de imaginarse la revolución social como un fenómeno vivo.

“Porque pensar que la revolución social es concebible sin insurrecciones de las naciones pequeñas en las colonias y en Europa, sin explosiones revolucionarias de una parte de la pequeña burguesía, con todos sus prejuicios, sin el movimiento de las masas proletarias y semiproletarias inconscientes contra la opresión terrateniente, clerical, monárquica, nacional, etc.; pensar así, significa abjurar de la revolución social. En un sitio, se piensa, por lo visto, forma un ejército y dice: ‘Estamos por el socialismo’; en otro sitio forma otro ejército y proclama: ‘Estamos por el imperialismo’, ¡y eso será la revolución social! Únicamente basándose en semejante punto de vista ridículo y pedante se puede ultrajar a la insurrección irlandesa, calificándola de ‘putsch’.

“Quien espere la revolución social ‘pura’ no la verá jamás. Será un revolucionario de palabra, que no comprende la verdadera revolución”.

¿Cuál es el método para “eliminar” la cuestión nacional de la “agenda histórica” si no es esperar una revolución “pura”, “no contaminada” por los sentimientos nacionales de los pueblos oprimidos?

La revolución socialista no es una batalla única, sino una serie de batallas que se libran en torno a una multitud de cuestiones democráticas, económicas y sociales. En los países bajo el yugo de la dominación extranjera, pretender “eliminar” la cuestión nacional como condición previa para la lucha socialista significa negar que el estado de subdesarrollo impuesto por el imperialismo coloca objetivamente en primer plano las tareas democráticas como palanca fundamental a la revolución socialista. El núcleo de la revolución permanente —y la lección central de la Revolución de Octubre de 1917— se resume en la transmutación de la revolución democrático-burguesa, lograda por el proletariado revolucionario a la cabeza del campesinado y de todos los oprimidos, en revolución socialista. Trotsky explicó:

“La dictadura del proletariado, que sube al poder en calidad de caudillo de la revolución democrática, se encuentra inevitable y repentinamente, al triunfar, ante objetivos relacionados con profundas transformaciones del derecho de propiedad burguesa. La revolución democrática se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente”.

La revolución permanente

Por el contrario, todo nuestro planteamiento consistía en reflexionar sobre cómo se podía “eliminar” tal o cual cuestión democrática del orden del día. Pero esto resultó ser más complicado en regiones de pueblos interpenetrados como Irlanda del Norte o Israel/Palestina, en las que dos grupos nacionales tienen reivindicaciones contrapuestas de autodeterminación sobre el mismo territorio. La tendencia espartaquista creó así una “teoría” para los casos de pueblos interpenetrados. Nuestro artículo seminal sobre la cuestión de Israel/Palestina postulaba:

“Cuando las poblaciones nacionales están geográficamente interpenetradas, como lo estaban en Palestina, sólo puede crearse un estado-nación independiente mediante su separación forzosa (traslados forzosos de población, etc.). Así, el derecho democrático a la autodeterminación se vuelve abstracto, ya que sólo puede ser ejercido por el grupo nacional más fuerte mediante la expulsión o la destrucción del más débil.

“En tales casos, la única posibilidad de solución democrática reside en una transformación social”.

—“Nacimiento del estado sionista, segunda parte: La guerra de 1948” (Workers Vanguard No. 45, 24 de mayo de 1974)

Era claramente imposible “eliminar” la cuestión nacional del orden del día en lugares como Belfast o Gaza. Proclamamos pues la necesidad de la revolución. Pero toda la cuestión sigue siendo: ¿cómo puede producirse una revolución allí? Todo el programa detrás de la “teoría” de los pueblos interpenetrados consistía en proclamar la necesidad de la revolución socialista mientras se rechazaba la necesidad de poner la lucha de liberación nacional de los palestinos y los católicos irlandeses en el centro de nuestra estrategia revolucionaria. En su lugar, la revolución socialista es vista como un proceso en el que ambos grupos nacionales se despojarán de sus sentimientos nacionales a favor de la unidad en las demandas económicas y la solidaridad liberal.

Cualquier “marxista” que piense que la lucha de liberación nacional es una piedra en el zapato de la revolución y que debe dejarse de lado para luchar por el socialismo está, en el mejor de los casos, condenado a la irrelevancia y, en el peor, es un agente del opresor dominante que exige que los oprimidos abandonen sus aspiraciones nacionales como condición previa para la unidad. La única manera de que se produzca una revolución en Israel/Palestina o en Irlanda del Norte es a través de un levantamiento por la liberación nacional de los palestinos y los católicos irlandeses que no infrinja los derechos nacionales de los protestantes e israelíes, sino que emancipe a los obreros de su clase dominante y de los patrocinadores imperialistas de ésta. Y precisamente porque los nacionalistas irlandeses y palestinos son incapaces de tal perspectiva y se oponen a ella, sólo una dirección comunista de la lucha de liberación nacional puede aportar una solución justa y democrática al problema nacional en esos lugares.

Como un signo de total impotencia, las “Tesis sobre Irlanda”, un documento clave que elabora nuestro punto de vista sobre el problema nacional allí, afirman en su primer postulado:

“Sigue existiendo la fuerte posibilidad de que una solución justa, democrática y socialista a la situación en Irlanda sólo se produzca bajo el impacto de la revolución proletaria en otros lugares y, concretamente, pueda ser llevada sobre las bayonetas de un Ejército Rojo contra la oposición de un sector significativo de una o ambas comunidades de la isla”.

En cuanto a Palestina, nuestros artículos subrayaban constantemente que lo más probable era que la revolución fuese imposible mientras no haya habido una revolución en un país vecino. Declarar de antemano que no creemos realmente en la posibilidad de una revolución autóctona en Irlanda del Norte o Palestina y que no consideramos que nuestra intervención desempeñe un papel vital y decisivo en esas regiones equivale a izar una banderola que diga: “Estamos en bancarrota”.

La tarea de los comunistas no es contraponer la lucha por la liberación nacional a la lucha por el socialismo, sino fusionarlas. Tal perspectiva es inconcebible con la rigidez y estrechez de miras que caracterizaron el planteamiento de la cuestión nacional por parte de la tendencia espartaquista; requiere el método y el programa de la revolución permanente. La aplicación de la revolución permanente no se limita a los países con campesinado o de desarrollo capitalista tardío. Su método está en el corazón mismo del programa comunista moderno. La lección central que Marx y Engels extrajeron de las revoluciones de 1848 en Europa fue la necesidad de una dirección proletaria de las luchas democráticas y sociales. Al concluir su “Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas” de 1850, Marx subrayó:

“la máxima aportación a la victoria final la harán los propios obreros...cobrando conciencia de sus intereses de clase, ocupando cuanto antes una posición independiente de partido e impidiendo que las frases hipócritas de los demócratas pequeñoburgueses les aparten un solo momento de la tarea de organizar con toda independencia el partido del proletariado. Su grito de guerra ha de ser: la revolución permanente”.

El leninismo contra la LCI sobre el nacionalismo: Revolución permanente vs. indignación liberal

Una cuestión central de la revolución para la mayoría de los países del mundo es la superación de las divisiones nacionales. Esta cuestión es particularmente compleja en los países de desarrollo tardío, donde la nación (o grupo étnico o religioso) dominante, aunque oprimida por el imperialismo, es también la opresora de las naciones minoritarias. Es el caso de la India, Irán y Türkiye, por citar algunos ejemplos. Lo que sigue, tomado de un artículo sobre el Medio Oriente, ejemplifica nuestro planteamiento de la cuestión:

“No olvidemos que los árabes palestinos son víctimas del nacionalismo del oprimido convertido en opresor. En Birundi [sic] si el golpe de los hutus contra la minoría gobernante, los tutis [sic], hubiera tenido éxito, el tribalismo de los oprimidos se habría traducido en el nacionalismo genocida del opresor. Todo nacionalismo es reaccionario, pues el nacionalismo exitoso equivale al genocidio”.

—“Nacionalismo asesino y traición estalinista en el Medio Oriente” (Workers Vanguard No. 12, octubre de 1972)

Esto borra cualquier contradicción en el nacionalismo de la nación dominante en los países oprimidos. El genocidio de los tutsis en Ruanda en 1994 es la realidad del nacionalismo hutu. Sin embargo, el nacionalismo hutu no es fundamentalmente lo mismo que el nacionalismo estadounidense o francés: es el producto del pillaje de la región por parte del imperialismo belga, luego francés y ahora estadounidense. Es, en parte, una respuesta reaccionaria a esta realidad. El conflicto hutu-tutsi no puede abordarse adecuadamente, ni resolverse, fuera de este entendimiento.

Este mismo enfoque sustenta nuestro trabajo sobre la revolución iraní de 1979, ¡en el que trazamos un signo de igual entre la oposición al Sha liderada por los mulás y Hitler o el Ku Klux Klan!

“Todas las fuerzas de oposición a la monarquía en la sociedad iraní, incluidos el proletariado organizado y la izquierda, se habían unido detrás de Jomeini. Pero el núcleo del movimiento de Jomeini eran los mulás (los 180 mil clérigos musulmanes chiítas) y los bazaríes, la clase mercantil tradicional que estaba siendo aplastada por la modernización del país. Esta clase social tradicional está condenada por el progreso económico, por lo que es naturalmente propensa a la ideología reaccionaria y sus expresiones políticas.

“Para los oportunistas es impensable que pueda haber una movilización reaccionaria de masas contra un régimen reaccionario. Sin embargo, la historia ofrece ejemplos de movimientos de masas reaccionarios. Adolf Hitler organizó un movimiento indudablemente de masas que derrocó a la República de Weimar. En Estados Unidos, en la década de 1920, el Ku Klux Klan era una organización dinámica en crecimiento capaz de movilizar a decenas de miles de activistas en las calles”.

—“Irán y la izquierda: Por qué apoyaron la reacción islámica” (Workers Vanguard No. 229, 13 de abril de 1979)

Los mulás son reaccionarios: el régimen islámico de Irán es antimujer, antisunita y contrario a los derechos nacionales de todos los pueblos no persas dentro de las fronteras de Irán. Sin embargo, los mulás fueron una respuesta reaccionaria al saqueo imperialista de Irán que facilitó la monarquía Pahlaví. Era imposible socavar el atractivo popular de los mulás sin reconocer esta realidad. La implicación de nuestra propaganda fue intervenir entre los participantes de la revuelta de 1979 explicando a quienes tenían ilusiones en la dirección islamista... ¡que estaban siguiendo un movimiento hitleriano!

Todo nuestro marco negaba el hecho de que la lucha de las masas persas por liberarse de la asfixia imperialista era una lucha progresista. Nuestra tarea consistía en explicar que, mientras la lucha siguiera bajo el dominio de los mulás, se dirigiría necesariamente contra las minorías nacionales y otras minorías, lo que conduciría a su persecución y, al mismo tiempo, socavaría la liberación de la propia mayoría persa. La única manera de romper el dominio de los mulás era mostrar concretamente cómo su dirección era un obstáculo a las aspiraciones legítimas y progresistas de las masas a liberarse del Sha y del imperialismo.

El siguiente pasaje de Engels, aunque se refiere a la opresión de Polonia por Alemania, aplica plenamente a países como Irán, que es a la vez oprimido y opresor:

“Porque los demócratas alemanes tenemos un interés especial en la liberación de Polonia. Fueron los príncipes alemanes los que sacaron grandes ventajas de la división de Polonia y son los soldados alemanes los que todavía mantienen retenidas Galitzia y Posen. La responsabilidad de eliminar esta desgracia de nuestra nación recae sobre nosotros, los alemanes, sobre todo sobre nosotros, los demócratas alemanes. Una nación no puede llegar a ser libre y al mismo tiempo seguir oprimiendo a otras naciones. Por lo tanto, la liberación de Alemania no puede tener lugar sin la liberación de Polonia de la opresión alemana. Y por ello, Polonia y Alemania tienen un interés común, y por ello, los demócratas polacos y alemanes pueden trabajar juntos por la liberación de ambas naciones”. [énfasis nuestro]

—“Sobre Polonia” (noviembre de 1847)

En el caso de lugares como Irán o la India, la liberación del yugo imperialista no puede producirse mientras otras nacionalidades y pueblos minoritarios dentro de esos estados sigan sometidos a la opresión de la nación dominante. Esta última tiene “un interés especial” en la liberación de las minorías oprimidas y debe convertirse en su defensora más consecuente, pues sin ello su liberación no puede avanzar ni un ápice. ¿Por qué? Dado que es el imperialismo el responsable del estado de miseria de las masas, y dado que es el imperialismo el que ha urdido las innumerables divisiones, forzando a naciones y pueblos enteros a permanecer dentro de fronteras arbitrarias, los trabajadores deben unirse en oposición al imperialismo mismo. Está en el interés objetivo de los obreros y los campesinos persas, que trabajan en un país asfixiado por las sanciones imperialistas, defender la liberación de sus hermanos y hermanas kurdos, baluchíes y azeríes como parte de la lucha por su propia liberación. Ello incluye defender su derecho a la autodeterminación, es decir, a la secesión.

Mientras más enérgicamente los revolucionarios del pueblo dominante (por ejemplo, los turcos en Türkiye o los persas en Irán) defiendan los derechos nacionales de los pueblos oprimidos en sus respectivos países, mayor será su capacidad de destruir las maquinaciones imperialistas de “divide y vencerás”. Esto obstaculizaría los intentos de EE.UU. de convertir a los oprimidos en peones del imperialismo, como en el caso de los kurdos sirios.

Esto era completamente ajeno a nuestra perspectiva, que hacía desaparecer el hecho de que la opresión imperialista es un combustible para el nacionalismo. Por ejemplo, en nuestro trabajo sobre Sri Lanka, descartamos todas las medidas adoptadas por el régimen de Bandaranaike del Partido de la Libertad de Sri Lanka como motivadas por el chovinismo antitamil o como insignificantes, negando que incluyeran reivindicaciones de soberanía nacional contra el imperialismo. En una polémica contra el apoyo de la burocracia china al régimen de Bandaranaike, escribimos:

“Los chinos se reducen a describir la declaración de la República de Sri Lanka, en sí misma un llamamiento explícito y demagógico al chovinismo cingalés, como ‘una victoria significativa obtenida por su pueblo en su prolongada lucha contra el imperialismo y por salvaguardar la independencia nacional’”. [énfasis nuestro]

—“El ‘frente único antiimperialista’ en Ceilán”, Young Spartacus No. 19, septiembre-octubre de 1973

Que el régimen de Bandaranaike azuzó el chovinismo antitamil está fuera de toda duda. Sin embargo, a partir de este reconocimiento correcto, procedimos a combatir el nacionalismo cingalés negando que fuera, a su manera sangrienta y reaccionaria, una respuesta a la dominación británica de la isla. ¡Esto nos llevó a descartar incluso la proclamación de la República de Sri Lanka que cortó los lazos con la monarquía británica!

En el caso de Sri Lanka, cualquier defensa de los tamiles que no parta de una oposición al imperialismo va a reflejar una perspectiva liberal imperialista. Éste es el manual de tácticas que los imperialistas utilizan en todas partes: explotan la difícil situación de las minorías para promover sus intereses en la región, barriendo bajo la alfombra el hecho de que todo el estado de cosas es producto de su dominación. Sri Lanka no es diferente. Con la perspectiva que teníamos, un pequeño núcleo que intente convertirse en un partido revolucionario no podrá siquiera empezar a encontrar un punto de apoyo entre los obreros de la nación dominante, y sólo puede reforzar el dominio de los nacionalistas sobre ellos. Y en la medida en que apele a los tamiles oprimidos, ello no redundaría en el interés de éstos, ya que no ayudaría a superar los antagonismos nacionales y no impulsaría una lucha común contra el imperialismo, el opresor tanto de tamiles como de cingaleses. En otras palabras, sería —y de hecho era— un programa liberal-imperialista para los tamiles (mero clamor ante su opresión) y un programa liberal-imperialista para los cingaleses (¡traten mejor a los tamiles!).

En los países oprimidos, el chovinismo de la nación dominante impuesto a las minorías es en parte resultado del debilitamiento ante el saqueo imperialista. Cuanto más se frena la lucha contra el imperialismo, más se vuelve la nación dominante contra las minorías internas, ya sean nacionales, religiosas o de otro tipo. En el fondo, esto se debe a la realidad de los países neocoloniales bajo la bota del imperialismo: si el desarrollo material no se produce a expensas de los imperialistas, debe producirse a expensas de los trabajadores y de las minorías oprimidas dentro de la neocolonia. La burguesía nacional es capaz de desviar la ira contra la situación miserable y el subdesarrollo manipulando los sentimientos nacionales y religiosos, manteniendo al país dividido. Por el contrario, cuanto más fuertemente se opongan los pueblos de un país oprimido al imperialismo, su opresor común, más estrecha será la unidad entre ellos y más débil el chovinismo del grupo dominante.

El enemigo principal es el imperialismo

La tendencia espartaquista buscó combatir el nacionalismo burgués argumentando que en las neocolonias y las naciones oprimidas el principal enemigo de los obreros y los oprimidos era la burguesía nacional. Respecto a México, que está directamente bajo la bota del imperialismo estadounidense y cuya vida interna está definida en todos los sentidos por esta opresión, escribimos: “los espartaquistas insistimos que en México el principal enemigo está en casa: es la burguesía mexicana, lacaya del imperialismo” (“¡Romper con todos los partidos burgueses: PRI, PAN, PRD!”, Espartaco No. 14, otoño-invierno de 2000). En un artículo sobre Irlanda del Norte con el estúpido título “¡No verde contra naranja, sino clase contra clase!” (Workers Vanguard No. 7, abril de 1972), explicamos:

“Todos los capitalistas son enemigos de todos los obreros en todas partes, pero la batalla principal de los obreros en una nación debe ser siempre contra su propia burguesía: sólo así ofrecen a sus hermanos de clase en el extranjero una promesa seria de su internacionalismo, de que no están con sus propios capitalistas contra los obreros de otros países, enmascarando su posición con frases sobre la lucha de clases”.

Tomando como punto de partida la “independencia de clase”, este argumento filisteo niega que en los países neocoloniales el principal enemigo sea el imperialismo, y no la débil burguesía nacional que, como nosotros mismos señalamos, se ve reducida al papel de mero lacayo. Los nacionalistas y diversos grupos de izquierda utilizan esta verdad para justificar su apoyo a la burguesía nacional. Pero poner un signo de menos donde los nacionalistas ponen uno de más no hace avanzar la lucha por liberar a las masas del nacionalismo. Al contrario, tal enfoque sólo puede desacreditar a los comunistas frente a los obreros y los campesinos, y erigir a los nacionalistas como únicos representantes de las aspiraciones nacionales de las masas contra la dominación extranjera. Es simplemente una capitulación al imperialismo.

En las últimas décadas, la LCI se abstuvo de afirmar que “el enemigo principal está en casa” para el caso de México. El camarada Jim Robertson argumentó a principios de la década de 2000 que debíamos dejar de plantear este llamado para México dado el saqueo desnudo del país a manos de EE.UU. Sin embargo, el contenido de esta consigna siguió siendo el principio rector de nuestro trabajo allí. Por ejemplo, poco después de esta intervención, el camarada Ed C. argumentó que en México nuestra tarea consistía en “dirigir a la nación en la lucha contra la dominación imperialista”. Por esto, fue denunciado enérgicamente en una moción de la dirección de nuestra sección estadounidense:

“Con respecto a México, un partido obrero que no se guíe por una perspectiva revolucionaria, internacionalista y proletaria, sino que adopte como su tarea principal ‘dirigir a la nación en la lucha contra la dominación imperialista’, sería un partido que rehuiría el cumplimiento de su programa proletario, es decir, sería por lo menos tácitamente menchevique. No habría ninguna razón para que tal partido mantuviera la independencia de clase”.

Esto no sólo es un repudio total de la revolución permanente, sino que es de hecho una inversión del estalinismo, que, en nombre de la lucha contra el imperialismo, subordina al proletariado a una alianza con la burguesía. La moción citada, en nombre de la independencia de clase, abandona por completo la lucha contra el imperialismo. Ya sea el estalinismo o el Buró Político de la SL/U.S., el resultado es el mismo: la lucha contra el imperialismo queda en manos de los nacionalistas burgueses. Esta conferencia afirma que “dirigir a la nación en la lucha contra la dominación imperialista” es la tarea de los comunistas en las neocolonias.

El desarrollo nacional de las naciones oprimidas es históricamente progresista

El desarrollo del estado-nación en Europa durante los siglos XVII-XIX desempeñó un papel progresista al barrer las estructuras feudales y consolidar el capitalismo. Pero en la era del imperialismo, el capital ha sobrepasado las fronteras del estado-nación. El imperialismo significa la extensión y el recrudecimiento de la opresión nacional sobre una nueva base histórica. Por lo tanto, mientras que el carácter progresista de los movimientos nacionales en los países imperialistas es cosa del pasado, en las naciones oprimidas los movimientos nacionales, así como el desarrollo y la consolidación del estado-nación, siguen desempeñando un papel histórico progresista en la medida en que se dirigen contra la subyugación imperialista.

En contra de esta verdad marxista elemental, la tendencia espartaquista sostenía que la consolidación y la unificación nacionales son ahora reaccionarias en todas partes. Éste fue uno de los pilares políticos de nuestra sección sudafricana y uno de los puntos centrales de Polemics on the South African Left [Polémicas contra la izquierda sudafricana], uno de sus documentos fundacionales. Al polemizar contra los nacionalistas negros, argumentábamos que mientras que la asimilación nacional fue un desarrollo progresista en Europa durante los siglos XVII-XIX:

“Sin embargo, hoy en día, en África y Asia, las débiles burguesías nativas, dependientes y encadenadas al imperialismo, no pueden transformar estos estados neocoloniales en sociedades industriales modernas. De ahí que la ‘construcción nacional’ se convierta en sinónimo de opresión de los grupos nacionales y étnicos por parte del pueblo dominante”.

—“Carta al New Unity Movement” (28 de febrero de 1994)

Sudáfrica es un país brutalmente oprimido por el imperialismo, donde una pequeña camarilla de capitalistas blancos domina sobre las masas negras que fueron divididas a la fuerza en bantustanes, territorios creados por los gobernantes del apartheid para segregar a los negros africanos en función de su etnia. Como en el resto del continente, las fronteras de Sudáfrica fueron trazadas artificialmente por los opresores coloniales, que idearon un sistema de segregación estricta para controlar la mano de obra negra superexplotada. Oponerse a las aspiraciones del pueblo negro africano de construir una nación y unirse contra su división forzada era simplemente reaccionario, y nos alineaba con el verdadero “pueblo dominante”: la clase dominante sudafricana blanca respaldada por los imperialistas. La clave para forjar un partido revolucionario en Sudáfrica es precisamente combatir por la dirección comunista de la lucha por la construcción de la nación en contra de la opresión imperialista, exponiendo cómo los nacionalistas negros se erigen como un obstáculo a este camino.

En México, para contrarrestar las ilusiones generalizadas en Lázaro Cárdenas y el populismo, la sección de la LCI, el Grupo Espartaquista de México, recurrió simplemente a denunciar a Cárdenas. Lo atacamos porque “su intención fue modernizar al país para beneficio de la burguesía mexicana” y porque su legado “consistió en la consolidación del régimen burgués mexicano” (“¡Romper con todos los partidos burgueses: PRI, PAN, PRD!”). El desarrollo nacional de México contra la subyugación imperialista, incluso bajo el dominio burgués, es de hecho altamente progresista. La bancarrota que significa negar esto es, de hecho, evidente al leer nuestro propio artículo. Escribimos:

“Incluso la famosa ‘educación socialista’, instituida en la Constitución dos meses antes de que Cárdenas llegara al poder, no tenía otro objetivo que elevar la educación de los pobres y trabajadores para hacerlos más aptos para el trabajo asalariado eficiente y más productivos para la burguesía”.

Millones de obreros y campesinos aprendieron a leer y escribir gracias a esta reforma. Es grotesca la idea de que se despojarían de sus ilusiones en Cárdenas porque señalamos que la reforma sólo era una estratagema para hacerlos “aptos para el trabajo asalariado”. Las únicas reformas de Cárdenas que no pudimos denunciar fueron las nacionalizaciones del petróleo y los ferrocarriles porque Trotsky las aclamó. También sostuvimos que la Revolución Mexicana no fue más que una orgía de reacción y que incluso la independencia de México respecto a España “tuvo un tufo distintivo a contrarrevolución” (ver la moción de la conferencia del GEM que desarrolla esta cuestión en El Antiimperialista No. 1, mayo de 2023).

Los marxistas apoyan y luchan por el desarrollo nacional de las naciones subyugadas. Esto incluye la consolidación de la unidad nacional en la medida en que se dirija contra el imperialismo. Negar el carácter progresista del desarrollo nacional de un país oprimido con el pretexto de que la burguesía es una clase reaccionaria es simplemente una capitulación al imperialismo. Para contrarrestar a los nacionalistas, los comunistas, manteniendo una total independencia de clase, deben apoyar las medidas progresistas que hagan avanzar la soberanía y el desarrollo de los países oprimidos, y deben tratar de movilizar a las masas de manera independiente para llevarlas adelante. El levantamiento de obreros y campesinos mostrará a la vista de todos que los nacionalistas como Cárdenas, o AMLO hoy, son en realidad enemigos de la liberación de las neocolonias y que las aspiraciones de las masas claman por la dirección comunista de la lucha antiimperialista.

Los trotskistas son los mejores combatientes por la democracia

Uno de los ejemplos más flagrantes de la contraposición de la lucha por el socialismo a la lucha por la democracia es la línea adoptada por nuestra tendencia en 2011 rechazando el llamado por una asamblea constituyente al considerarlo erróneo bajo cualquier circunstancia (ver “Por qué rechazamos la consigna por una ‘asamblea constituyente’”, Spartacist No. 38, diciembre de 2013). Esta posición se adoptó a raíz de la Primavera Árabe, en la que millones se rebelaron contra décadas de regímenes dictatoriales, y durante la cual múltiples grupos de izquierda exigieron la convocatoria de asambleas constituyentes sobre una base oportunista. De forma rígida y sectaria, compensando nuestra falta de perspectiva para las masas árabes, recurrimos a denunciar en su totalidad el llamado por una asamblea constituyente, contraponiendo... la revolución socialista.

Para comprender el profundo revisionismo de esta línea, es necesario entender qué es el llamado por una asamblea constituyente. Es un llamado a un órgano cuyo objetivo es establecer una nueva constitución. Como señalaba nuestro artículo, se remonta a la Revolución Francesa, donde la Asamblea Nacional resolvió las tareas democráticas centrales: la abolición de la monarquía, la abolición del feudalismo, la redistribución de la tierra y la ampliación del sufragio masculino. Se trata, pues, de una reivindicación democrática. En los países de desarrollo capitalista tardío sin democracia formal, donde las masas están privadas de derechos y sufren bajo prolongados regímenes dictatoriales o bonapartistas, como en vastas extensiones del Medio Oriente, África y América Latina, esta reivindicación anima a millones.

Sin embargo, la descartamos utilizando este argumento:

“A diferencia de demandas como la autodeterminación nacional, la igualdad de la mujer, la tierra a quien la trabaja, el sufragio universal o la oposición a la monarquía —que pueden resultar cruciales para movilizar a las masas detrás de las luchas del proletariado—, la asamblea constituyente no es una demanda democrática, sino un llamado por un nuevo gobierno capitalista. Dado el carácter reaccionario de la burguesía, tanto en el mundo semicolonial como en los estados capitalistas avanzados, no puede haber un parlamento burgués revolucionario. Así, el llamado por una asamblea constituyente se contrapone a la perspectiva de la revolución permanente”.

Esto es una especie de racionalismo burgués. De la premisa correcta de que la burguesía es una clase reaccionaria desde el punto de vista histórico mundial, dedujimos el carácter contrarrevolucionario de la asamblea constituyente en todo momento. Es precisamente por el carácter reaccionario de la burguesía que corresponde a los comunistas ponerse a la cabeza de las aspiraciones democráticas de las masas para llevarlas a buen puerto. Mientras las masas miren al parlamentarismo burgués y vean en una asamblea constituyente la posibilidad de avanzar en sus aspiraciones, el deber de los revolucionarios es entrar en esta lucha y establecerse como los combatientes más consecuentes por la democracia, al tiempo que exponen ante las masas la bancarrota del parlamentarismo burgués y motivan la necesidad de un gobierno soviético. Rechazar el llamado por una asamblea constituyente es dejar la revolución democrática en manos de la burguesía, que utilizará los sentimientos democráticos de las masas para subordinarlos a sus propios intereses de clase. Como el Programa de Transición —el programa de la IV Internacional— explica:

“No se trata de rechazar el programa democrático, sino de conseguir que, en su lucha, las masas lo desborden. La consigna de Asamblea Nacional (o Constituyente) mantiene toda su vigencia en países como China o la India. Esa consigna debe ligarse indisolublemente al problema de la independencia nacional o de la reforma agraria. Antes que nada, los obreros deben armarse de este programa democrático. Sólo ellos podrán organizar y unificar a los campesinos. Pero, sobre la base del programa democrático revolucionario, es necesario enfrentar a los obreros con la burguesía ‘nacional’. Al llegar a un cierto estadío en la movilización de las masas bajo las consignas de la democracia revolucionaria, pueden y deberían surgir los soviets”.

Pero los espartaquistas queríamos ir directamente a los soviets, ¡olvidando en el proceso la necesidad de unificar a obreros y campesinos, y oponerlos a la burguesía nacional!

El argumento más fuerte contra nuestro rechazo a la consigna por una asamblea constituyente es la propia Revolución de Octubre de 1917. La lógica de nuestro argumento significa que los bolcheviques dirigieron la primera revolución obrera exitosa de la historia a pesar de llamar por la creación de “un nuevo gobierno capitalista”. Tomamos la disolución de la asamblea constituyente por parte de los bolcheviques tras el establecimiento del poder soviético como “prueba” de que nunca debieron haber llamado por ella. De hecho, la reivindicación de la asamblea constituyente desempeñó un papel central en el ascenso de los bolcheviques al poder. Utilizaron este llamado para movilizar al campesinado y desenmascarar al Gobierno Provisional, que siempre trató de aplazar su convocatoria. Basta citar el primer punto de las “Tesis sobre la Asamblea Constituyente”, escritas por Lenin en diciembre de 1917:

“Era completamente justo que la socialdemocracia revolucionaria incluyera en su programa la reivindicación de que se convocase la Asamblea Constituyente, porque, en una república burguesa, este organismo es la forma superior de la democracia y porque, al crear el Preparlamento, la república imperialista, con Kerenski a la cabeza, preparaba una farsa electoral, con una serie de infracciones de la democracia”.

Sólo un formalista podría considerar que el llamado por una asamblea constituyente se contrapone a los soviets en todo lugar y momento. Más bien, la consigna por una asamblea constituyente es una cuña que hay que introducir entre las masas y sus falsos dirigentes para ganar a las primeras a la perspectiva del poder soviético. Los bolcheviques disolvieron la asamblea constituyente sólo después de establecido el poder soviético, es decir, sólo en el momento en que las masas habían superado el programa democrático en el transcurso de la lucha y cuando la asamblea se había convertido en un instrumento contrarrevolucionario.

El argumento central del artículo de Spartacist sobre la experiencia de China y el llamado por una asamblea constituyente es una recopilación de calumnias de diverso grado. Argumentamos que los escritos de Trotsky entre 1928 y 1932, cuando volvió a plantear la consigna por una asamblea constituyente, son “confusos y contradictorios”, que Trotsky planteó de manera “equivocada” esta consigna, que “especuló bastante” y pasó “por alto los muchos ejemplos históricos en los cuales la burguesía y sus agentes reformistas utilizaron una asamblea electa como herramienta contra el proletariado insurgente”. Trotsky planteó este llamado en China tras la derrota de la Revolución de 1925-1927, contra el curso sectario seguido por Stalin y la Internacional Comunista. Este llamado era crucial para restablecer la autoridad del Partido Comunista Chino (PCCh) entre las masas trabajadoras en el periodo de la dictadura militar contrarrevolucionaria del Guomindang. Trotsky no estaba “confundido”. Sus escritos sobre la cuestión son clarísimos. De hecho, nuestra línea hacía eco de la Comintern de Stalin de 1928, que calificó este llamado de oportunista y se negó a plantearlo.

Esta conferencia reafirma que el llamado por una asamblea constituyente es principista. Por supuesto, muchos reformistas abusan de este llamado, utilizándolo para fortalecer las ilusiones en la democracia burguesa. Este llamado por sí solo no es revolucionario. Su utilización debe estar ligada a un programa revolucionario que aborde la emancipación nacional y la cuestión agraria de una manera que unifique a las masas y las contraponga a la burguesía.

La cuestión nacional y la opresión estalinista

La tendencia espartaquista se topó de frente con la cuestión nacional en la lucha contra la contrarrevolución capitalista en el bloque soviético, conforme los imperialistas se aprovechaban de la opresión de la burocracia de Moscú sobre las naciones no rusas para fomentar toda una gama de fuerzas en pro de la restauración capitalista. La LCI se destacó por su defensa incondicional de los estados obreros degenerado y deformados. Sin embargo, su propio programa socavó esta batalla al rechazar la lucha contra la opresión nacional como fuerza motriz de la revolución política proletaria, entregando esta arma a los imperialistas y sus agentes en el terreno. El ejemplo más temprano y claro de esto fue la lucha en la década de 1980 contra el movimiento contrarrevolucionario Solidarność en Polonia, que surgió y consolidó apoyo entre la clase obrera en gran medida sobre la base de la opresión nacional profundamente sentida por las masas bajo la dominación del Kremlin.

Polonia había sufrido siglos de opresión nacional antes de que el Ejército Soviético se instalara y creara un estado obrero desde arriba mediante la expropiación de la burguesía tras la Segunda Guerra Mundial. Ese derrocamiento social fue una gran victoria para los obreros polacos y soviéticos que había que defender incondicionalmente contra el imperialismo y la contrarrevolución. Sin embargo, como en Alemania Oriental y toda Europa Oriental, el estado obrero polaco nació burocráticamente deformado bajo el dominio de la burocracia estalinista rusa, que prosiguió la opresión nacional de Polonia bajo nuevas condiciones sociales. La razón de esto va directamente al núcleo del programa estalinista del “socialismo en un solo país”. La revolución proletaria en un país, o incluso en varios países, abre el camino a una auténtica igualdad nacional y a la asimilación de las naciones. Pero esto sólo se logrará mediante la construcción y el desarrollo de un sistema económico socialista mundial que supere finalmente el problema de la escasez. Opuestos a la lucha por la revolución mundial, que es la única vía para alcanzar esa etapa, los regímenes estalinistas, desde Moscú hasta Beijing, defienden la posición privilegiada de la nación dominante en sus sociedades.

Con la extensión del dominio estalinista de posguerra a Europa Oriental, ahora eran los “comunistas” los que pisoteaban a los polacos, los húngaros y otros. Desde el principio, los trotskistas necesitaban poner la lucha por los derechos nacionales y la democracia proletaria en el centro de su programa por el poder político de la clase obrera para defender las conquistas de la revolución social y extenderlas internacionalmente. Pero esto es precisamente lo que la LCI rechazó. En vez de usar el sentimiento de opresión nacional para motivar la necesidad de la revolución política, desechamos tales sentimientos como contrarrevolucionarios hasta la médula, caracterizando cualquier expresión de nacionalismo por parte de los oprimidos como antisemita, clerical, antimujer, pro nazi, etc. Esto estaba en total contradicción con las lecciones de Hungría en 1956, cuando una revolución política obrera en desarrollo tomó la forma de un levantamiento nacional contra el estalinismo.

Resumiendo la perspectiva de la LCI a la luz de la caída de la Unión Soviética, el documento de la Conferencia Internacional de 1992 afirmaba: “La descomposición del orden estalinista podía conducir a uno de dos caminos: o a la revolución política proletaria o a la contrarrevolución capitalista, según la conciencia política coyuntural de la clase obrera—la fuerza relativa de las aspiraciones socialistas en contraste con las ilusiones democrático-burguesas y el nacionalismo antisoviético” (Spartacist No. 25, julio de 1993). Esta declaración tomó una verdad esencial sólo para proceder a presentar una contraposición completa entre la conciencia socialista y las aspiraciones nacional-democráticas. Cuando los contrarrevolucionarios polacos se lanzaron a la contienda por el poder en 1981, fue correcto que la tendencia espartaquista exigiera: ¡Alto a la contrarrevolución de Solidarność! La cuestión era cómo hacerlo.

Era necesario fusionar las aspiraciones socialistas de los obreros y la defensa de sus derechos nacionales contra los nacionalistas contrarrevolucionarios y los estalinistas. Para hacer que los obreros rompieran con Solidarność, los trotskistas necesitaban explicar que el programa de éste los entregaría directamente a la esclavitud imperialista, profundizando su opresión nacional, destruyendo las conquistas sociales resultantes del derrocamiento del capitalismo y destruyendo también la perspectiva de unir a los obreros polacos y rusos en una lucha común contra el mal gobierno estalinista. Los trotskistas necesitaban contraponer un programa revolucionario-internacionalista que vinculara la reivindicación de una república obrera polaca independiente con demandas por el derrocamiento de Jaruzelski y de los burócratas del Kremlin y la unificación de los obreros polacos y soviéticos en la lucha contra el imperialismo.

Al negarse a asumir la lucha contra la opresión nacional, la tendencia espartaquista no podía presentar nada parecido a esta perspectiva revolucionaria defensista. Todo lo que pudo ofrecer en cambio a las masas que resentían la dominación de Moscú fueron llamados vacuos a la “unidad histórica” de los obreros polacos y rusos, combinados con la confianza en la osificada casta burocrática del Krem-lin para defender al estado obrero. Cuando los regímenes estalinistas polaco y soviético se movilizaron para detener a Solidarność, la tendencia espartaquista puso de cabeza el defensismo trotskista al declarar:

Si los estalinistas del Kremlin, a su manera inevitablemente brutal y estúpida, intervienen militarmente para pararlo, nosotros apoyaremos esto. Y asumimos de antemano la responsabilidad por esto; cualesquiera que sean las porquerías y atrocidades que cometerán, no vacilamos en defender el aplastamiento de la contrarrevolución de Solidaridad”.

¡Alto a la contrarrevolución de Solidarność!, folleto en español de la TEI, 1981

Ésa fue una declaración de apoyo político a la burocracia estalinista, totalmente opuesta a la movilización de los obreros en la URSS y Polonia para arrebatar el poder político a los estalinistas, cuyo programa entero socavaba la defensa de ambos estados obreros.

Como justificación “teórica” de su capitulación ante el estalinismo sobre la cuestión nacional, la LCI declaró repetidamente que la autodeterminación y otras cuestiones democráticas estaban subordinadas a la defensa de los estados obreros, una “cuestión de clase”. Sin duda, hay muchos ejemplos históricos de fuerzas respaldadas por el imperialismo que levantan la bandera nacional-democrática como punto de reunión para la contrarrevolución, como hicieron los mencheviques en Georgia durante la Guerra Civil Rusa. En tales casos, la defensa del estado obrero es la necesidad primaria del momento, aunque eso no borra la realidad de la opresión nacional y la necesidad de combatirla. Sin embargo, la LCI abusó de esa historia para rechazar la lucha por los derechos democráticos y nacionales en los estados obreros en su totalidad. Esto iba en contra de la lucha de Lenin por eliminar cualquier rastro de chovinismo granruso en el estado obrero soviético. Fue en Georgia, poco después de la derrota de los mencheviques, donde Lenin libró su “última lucha” contra Stalin y sus secuaces, los cuales estaban pisoteando con saña los sentidos reclamos de los georgianos contra la opresión rusa. En lo que podría haber sido una polémica contra la LCI, Lenin escribió:

“Es necesario distinguir entre el nacionalismo de una nación opresora y el nacionalismo de una nación oprimida, entre el nacionalismo de una nación grande y el nacionalismo de una nación pequeña...

“El georgiano [Stalin] que trata con desdén este aspecto del problema, que hace despectivas acusaciones de ‘socialnacionalismo’ (cuando él mismo es no sólo un ‘socialnacionalista’ auténtico y verdadero, sino un burdo esbirro ruso), ese georgiano vulnera, en el fondo, los intereses de la solidaridad proletaria de clase, porque nada frena tanto el desarrollo y la consolidación de esta solidaridad como la injusticia en la esfera nacional y nada hace reaccionar con tanta sensibilidad a los representantes de otras naciones ‘ofendidos’ como el sentimiento de igualdad y la vulneración de esa igualdad por parte de sus camaradas proletarios, aunque sea por negligencia, aunque sea por gastar una broma. Por eso, en este caso, es preferible pecar por exceso que por defecto en el sentido de hacer concesiones y ser blandos con las minorías nacionales. Por eso, en este caso, el interés vital de la solidaridad proletaria y, por consiguiente, de la lucha proletaria de clase, requiere que jamás enfoquemos de manera formalista el problema nacional, sino que tomemos siempre en consideración la diferencia obligatoria en la actitud del proletario de la nación oprimida (o pequeña) ante la nación opresora (o grande)”.

—“Contribución al problema de las naciones o sobre la ‘autonomización’” (diciembre de 1922)

En oposición a la lucha de Lenin, la lección que la LCI extrajo de la contrarrevolución fue empecinarse en la condena de toda expresión de sentimiento nacional en los estados obreros como contrarrevolucionaria. Éste fue el contexto del documento adoptado por el Comité Ejecutivo Internacional (CEI) en octubre de 1993 que repudia el llamado de Trotsky por la independencia de la Ucrania soviética (ver “Sobre el llamado de Trotsky por una Ucrania soviética independiente”, Spartacist No. 26, junio de 1995). Trotsky planteó esto como un llamado urgente, conforme se acercaba la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de canalizar los justos sentimientos nacionales de las masas ucranianas, que sufrían una brutal opresión bajo la bota de Stalin, tanto hacia la revolución política en la Unión Soviética como hacia la revolución socialista en la parte occidental de Ucrania, entonces bajo dominio capitalista. Instó explícitamente a los bolcheviques-leninistas (trotskistas) a luchar por esta causa como algo necesario para defender y ampliar las conquistas de Octubre contra los hitlerianos y otros partidarios contrarrevolucionarios del nacionalismo ucraniano.

La LCI no quería tener nada que ver con esto. De manera evasiva, el documento del CEI formuló su rechazo al llamado de Trotsky en términos de una evaluación empírica de la situación en 1939. Sostiene, por ejemplo, que Trotsky “sobrestimó las actitudes antisoviéticas entre las masas ucranianas”, mientras que los nacionalistas ucranianos pro nazis “nunca lograron ganar un apoyo de masas”. También falsificó flagrantemente la posición de Trotsky, dando a entender que propugnaba una revolución política “limitada nacionalmente a Ucrania”, mientras que, escribimos, dicha revolución “necesitaría extenderse desde el comienzo, conduciendo a una lucha decisiva contra la burocracia estalinista a lo largo de la URSS”. ¡Fue precisamente para promover la revolución política en la URSS y la revolución socialista en el Occidente que Trotsky exigió una Ucrania soviética independiente!

La sección final del documento deja claro que el propósito de sus argumentos tendenciosos era oponerse a todas las reivindicaciones por la autodeterminación dirigidas contra la opresión estalinista. Señala que los movimientos nacionales que estallaron en los últimos años de la Unión Soviética “desde el principio fueron organizados, promovidos y dirigidos por fuerzas abiertamente procapitalistas y proimperialistas” y eran percibidos “universalmente como una forma de lograr la restauración del capitalismo y la integración al orden imperialista occidental”. Pero es por esa razón que los trotskistas tenían el deber de librar una lucha comunista por los derechos nacionales de los pueblos de Europa Oriental y de las repúblicas constituyentes de la Unión Soviética, buscando que las masas rompieran con todas las fuerzas pro imperialistas y ganarlas a un programa proletario-internacionalista.

Es crucial que la LCI revierta su repudio al llamado de Trotsky por una Ucrania soviética independiente. No es cuestión del simple registro histórico. En China, los imperialistas han aprovechado durante mucho tiempo la opresión chovinista han del PCCh contra los tibetanos, los uigures y otros para promover el derrocamiento del estado obrero. El enfoque programático de Trotsky es urgentemente necesario para intervenir a fin de canalizar los reclamos nacionales de los tibetanos y los uigures, alejándolos de los reaccionarios y llevándolos hacia la poderosa corriente de oposición proletaria al dominio estalinista, defendiendo el derecho a la autodeterminación como palanca de la revolución política para defender y extender las conquistas de la Revolución de 1949.

Por otro lado, no basta con simplemente denunciar a los estalinistas como “nacionalistas”, a la manera de nuestra vieja propaganda; es necesario señalar que sólo una dirigencia trotskista es capaz de unificar a la población mayoritaria con las minoritarias en la lucha común contra la opresión nacional, el estalinismo, la contrarrevolución y el imperialismo. Las masas chinas, igual que las de los demás estados obreros deformados que aún existen, están subyugadas económicamente por el imperialismo y se encuentran en su mira, y el nacionalismo es una reacción a esta opresión. En estas sociedades, los estalinistas se presentan como los defensores de la nación contra el imperialismo. Aunque la creación de estados obreros constituyó un paso cualitativo para sentar la base de la genuina liberación nacional, los estalinistas obstaculizan esta liberación a cada paso mediante su confianza en la “coexistencia pacífica” con el imperialismo. En suma, el estalinismo no es ningún programa para la liberación nacional.


A mediados de los años 70, Edmund Samarakkody, del Revolutionary Workers Party (RWP, Partido Obrero Revolucionario) de Sri Lanka, desafió a la tendencia espartaquista respecto a su programa sobre la cuestión nacional y el imperialismo. En cartas sustanciales, Samarakkody identificó correctamente deficiencias clave en nuestro programa, señalando nuestra negativa a reconocer la distinción entre naciones oprimidas y opresoras, nuestra afirmación de una “identidad unilateral de intereses entre los imperialistas y la burguesía nativa” y nuestra negación de que el imperialismo fuera el “enemigo principal de la clase obrera mundial”. Su carta de 1975 explicaba:

De la posición leninista-trotskista correcta de que la burguesía nacional es un agente del imperialismo, la SL [Spartacist League] saca la conclusión errónea de que no hay contradicción entre la burguesía nacional o tales gobernantes feudo-capitalistas y los imperialistas. Así, la SL llega a la conclusión de que el agente del imperialismo —la burguesía nacional— en un país oprimido es el propio imperialismo, y que la única lucha en los países coloniales y semicoloniales es la lucha anticapitalista, que no hay lucha antiimperialista”.

—“Cuestión nacional: Diferencias entre el RWP y la SL/U.S.”, 31 de octubre de 1975, International Discussion Bulletin No. 7 (marzo de 1977)

Las conclusiones políticas que Samarakkody sacó sobre Irlanda, Israel, Chipre o Quebec eran erróneas y teníamos otros desacuerdos con el RWP. Sin embargo, su crítica a nuestro método sobre esta cuestión era esencialmente correcta. Su desafío ofreció una oportunidad para que la tendencia espartaquista se reorientara fundamentalmente, pero en lugar de ello nos obstinamos en nuestro curso revisionista, privándonos de una fusión potencial con este grupo y aislándonos del mundo neocolonial mismo.

Este marco recibió su primer golpe únicamente con la lucha sobre la cuestión nacional en 2017 (ver Spartacist No. 40, septiembre de 2017). Esa lucha derribó décadas de propaganda chovinista sobre Quebec y otros lugares y planteó, por primera vez, la comprensión crucial de que la lucha por la liberación nacional es una fuerza motriz para la revolución. Pero el contenido político de la lucha de 2017 fue fundamentalmente defectuoso. En primer lugar, fue moldeado por la ilusión de que el dirigente histórico de nuestra tendencia, Jim Robertson, tenía un enfoque correcto de la cuestión nacional y, por ende, incluyó la defensa de muchas posiciones contrapuestas a la revolución permanente. En segundo lugar, no se puede hablar de “leninismo sobre la cuestión nacional” sin plantear la necesidad de una dirección comunista de la lucha por la liberación nacional. Y como esta cuestión no desempeñó ningún papel en la lucha de 2017, el viejo programa fue simplemente sustituido por una variante del liberalismo más favorable a las naciones oprimidas. Por último, y lo más importante, las discusiones que sacudieron al partido durante más de seis meses estaban totalmente divorciadas de todo lo que ocurría en el mundo en ese momento. Así, la VII Conferencia Internacional de la LCI no hizo nada para orientar al partido en sus intervenciones en el mundo.

La revisión de la revolución permanente por la tendencia espartaquista ha obstaculizado todo nuestro trabajo hacia los países oprimidos. Si hemos revisado y corregido tanto de nuestra historia, es porque se trata de una condición necesaria para luchar por la dirección revolucionaria en la mayor parte del mundo. Estamos desechando nuestra desgastada cuchilla sectaria y sustituyéndola con el afilado programa del leninismo. La tarea ahora es blandirlo. Como advirtió Trotsky:

“En nuestra época imperialista, es prácticamente una ley que la organización ‘revolucionaria’ incapaz de penetrar en las colonias está destinada a vegetar miserablemente”.

—“Una lección reciente” (1938)